EUROPEAN COURSE FOR CONTEMPORARY ART CURATORS
Promoted by Provincia di Milano, Fondazione Antonio Ratti, European Commission – Rappresentanza a Milano
Curated by Roberto Pinto and Gabi Scardi
Visiting Professor Zdenka Badovinac
Dates 27 September - 6 October 2007, Milan
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Provincia di Milano, Fondazione Antonio Ratti and the European Commission - Rappresentanza a Milano, promote the first edition of the European Course for Contemporary Art Curators in Milan, September 2007, in collaboration with Accademia d’Ungheria, Consolato Generale dei Paesi Bassi, Consolato Generale della Repubblica di Polonia, Dena Foundation, Forum Austriaco di Cultura, Goethe-Institut Mailand, Istituto Camões, Instituto Cervantes, Istituto Culturale Ceco and Curating Contemporary Art - Royal College of Art, London. The Course gives the opportunity to 11 young European curators to work side by side with an internationally renowned curator, approaching a critical analysis of theoretical and practical aspects of curatorship, and investigating the contemporary art scene.
Structure
The Course is a 10 day seminar, with an intensive schedule of lessons held by the Visiting Professor, plus presentations of the participants’ projects, and visits to artists, exhibition spaces and institutions of the territory. Classes are full time, attendance compulsory. A catalogue will be published following the Course. The Course objectives are:
--promote reflections questioning the role of the curator, and research projects on contemporary art
--set up a working platform that may enable participants to develop further curatorial works
--support contacts between young operators of the European contemporary art scene and encourage international circulation of cultural projects
Contents
Zdenka Badovinac is the Visiting Professor of the first edition of the Course. Themes investigated during the lessons will be: concepts of “identity”, “culture”, “territory”, and the relations between countries of Eastern and Western Europe; the role of museums and new expositive solutions; the question of history and its redefinition; relations between art and society.
Visiting Professor
Zdenka Badovinac directs the Moderna galerija / Museum of Modern Art in Ljubljana since 1993. Badovinac has systematically worked on the process of redefinition of history and on the traditions of artistic avant-gardes. Among her exhibitions focusing on these issues: Form-Specific, 2003; 7 Sins: Moscow – Ljubljana, (co-curated with Victor Misiano and Igor Zabel), 2004; Arteast Collection 2000+23, 2006. Among her recent exhibitions: Marjetica Potrc – Next Stop, Kiosk, Moderna galerija, (2003); ev+a 2004, Imagine Limerick, Open & Invited, in various exhibition spaces, Limerick (2004); Democracies – the Tirana Biennale, Tirana (2005). Zdenka Badovinac was Commissioner of the Slovene pavilion at Venice Biennale (1993–1997, 2005) and Commissioner of the Austrian pavilion at Sao Paulo Biennale (2002).
How to Apply
European Union citizens over 18, of the following countries may send their application: Austria, Czech Republic, France, Germany, Italy, Poland, Portugal, Netherlands, Spain, Uk, Hungary. No study certificate required. English essential. A committee will select from the applications one student for every country. The applications must be posted by 7 July 2007 to the following address: European Course Contemporary Art Curators, Ufficio Arti Visive – Settore Beni Culturali Arti Visive e Musei - Provincia di Milano, Via Vittorio Veneto 2, 20124 Milan, Italy.
The applications must include:
- Curriculum Vitae (with name, surname, nationality, age, postal address, email, phone) illustrating studies, work experiences.
- a copy of the most relevant published texts and reports of realized projects.
- a motivational statement illustrating the applicant’s interests and explaining the reason for the application (max 4.000 characters).
The selected applicants will be contacted via email by 23 July 2007. Attendance, travel from place of residence to Milan and back, lunches and accommodation during the Course are free. The material sent for the application will not be returned. According to art. 13 del d.l. 196/03, personal data of the applicants is exclusively used for the Course selection procedures and not communicated to others.
The application terms are also on-line on http://www.fondazioneratti.org , http://www.provincia.milano.it/cultura
Info: Fondazione Antonio Ratti + 39 031 233111 / Provincia di Milano +39 02 77406341
19 de mayo de 2007
6 de mayo de 2007
Entrevista a Chus Martínez por Ángela Molina [e-barcelona desde Babelia]
"Un centro de arte es un espacio político del que no debemos prescindir"
La directora de programación de la sala Rekalde, en Bilbao, lleva más de una década asumiendo el papel de mantener a su público al día en las nuevas manifestaciones del arte contemporáneo local e internacional.
ÁNGELA MOLINA
EL PAÍS - BABELIA - 27-08-2005
"El Guggenheim obligó a redefinir la función de cada una de las instituciones que tiene la ciudad"El correo electrónico de Chus Martínez (A Coruña, 1972) es un hotmail que empieza con la palabra brillobox, una pista que indica su predilección por el arte norteamericano y, sobre todo, por la tesis del "fin del arte" elevada al cubo por Arthur C. Danto, que esta joven historiadora se planteó hace unos años como punto de arranque de su tesis doctoral en la Universidad Autónoma de Barcelona. La filosofía del arte y su conexión con los llamados "estudios visuales" a cargo de los analistas culturales, los comisarios, es un tema caro para la directora de programación de la sala Rekalde de Bilbao.
Su formación transcurrió entre Alemania y Nueva York. En esta ciudad, Martínez y un compañero de estudios del Bard College convencieron al dueño de una cadena de supermercados en Long Island para que hiciera de mecenas de un centro de arte que tendría como sede una antigua escuela de billar, en el barrio de Williamsburgh. "Nos parecía interesante reconectar un arte norteamericano local, que no tiene nada que ver con el arte norteamericano que la gente recibe en Europa, con gente de otros lugares. Salió un proyecto bastante freaky". En la última Bienal de Venecia, Chus Martínez fue la comisaria del pabellón nacional de Chipre, que será la próxima sede de la Manifesta.
PREGUNTA. ¿Cómo definiría el trabajo de un comisario?
RESPUESTA. El comisariado no es una herramienta, ni una técnica, sino un metalenguaje, la conclusión a la que se puede llegar a través del conocimiento de otras disciplinas como la historia del arte, la teoría o la práctica artística, la producción y la distribución. En las universidades españolas se suscita el debate de si debemos tener masters de comisariado. Pero no se trata de salir de la universidad y aparecer como si fueras un decorador de interiores. Resulta absurdo hablar de enseñar cosas a las que se llega a través del propio trabajo y del conocimiento de las preguntas que el arte contemporáneo te plantea.
P. ¿No es una figura demasiado "imponente" dentro del trabajo del artista?
R. En un determinado momento, esa forma de trabajar, más personal, ha servido para hacer visible un trabajo y una profesión que para mucha gente era invisible. En ese sentido fue importante y cumplió una función. Pero el comisariado es un arduo trabajo de investigación y no debiera ser el resultado de un ejercicio formal de juntar obras para explicar una historia, sino el fruto del análisis de qué pasa en tu contexto inmediato y de qué manera puedes encontrar otros contextos con problemas muy similares a los tuyos. Esa conexión con lo internacional se hace desde la preocupación que está en la base del terreno en el que trabajas. Creo que el internacionalismo es algo a defender.
P. ¿Cómo definiría su proyecto para la sala Rekalde?
R. La Rekalde, que depende estrictamente de la Diputación Foral de Vizcaya, se funda en 1992. Con esto estoy diciendo que no es una sala nueva, tiene una historia y una memoria. Funciona como espacio, como sala o antesala, extensión del Museo de Bellas Artes de Bilbao para el arte contemporáneo y sigue el modelo que los ingleses llaman updating, es decir, pone a la gente al corriente de lo que está pasando fuera. Para ello incorpora en su programación nombres de la comunidad internacional que están marcando tendencias y que son pioneros, priorizando los grandes nombres con otros que también tienen un peso dentro de la comunidad local.
P. ¿Qué ocurre cuando aparece en la escena vasca el Guggenheim?
R. Pues que, en parte, obliga de una forma bastante positiva a redefinir la función que cada una de las instituciones de la ciudad debe cumplir, porque está claro que el Guggenheim es un museo que se va a dedicar al arte contemporáneo y lo va a hacer desde el mainstream, es decir, desde los grandes nombres que han marcado un determinado discurso. En los últimos tres años, Pilar Mur, la directora de la sala, y yo hemos pensado resituar no sólo la institución dentro del imaginario de la ciudad sino también lo que la institución puede hacer por la ciudad en cuanto a actividades.
P. ¿Tienen el mismo público?
R. Hay dos cuestiones, primera, de qué manera la institución puede responder a otras velocidades en una ciudad pequeña, más allá de la velocidad que te marca la exposición. Otra es qué más puedes hacer por todos aquellos que están trabajando en la comunidad artística local y a los que sin embargo no puedes responder de forma positiva, es decir, no puedes exponer la obra de todos. Me gusta muy poco hablar de públicos, porque la mayoría de las veces nos estamos refiriendo al contribuyente, a la clase media, a la que en parte legítimamente ese espacio le pertenece. Prefiero hablar de las diferentes inteligencias de grupos. Los adolescentes... es un grupo que me fascina y no sé muy bien cómo un centro de arte puede apelar a su interés; o las diferentes comunidades de inmigrantes, clases, que en muchos casos se sienten ajenas a los discursos artísticos.
P. ¿No cree que los centros de arte y museos han acabado siendo un instrumento de la clase política, más que como herramienta de construcción social? ¿Cómo desvincular un centro de la cultura del espectáculo?
R. Sí, es uno de los grandes problemas. El tejido cultural de este país ha crecido gracias a una especie de histeria de normalización, en parte debido a estas circunstancias históricas y a nuestro presente político, y a que durante los ochenta había una gran ansiedad por equipararse a Europa. Tenemos muchas estructuras que estamos manteniendo, pero no las estamos haciendo crecer ni que sean sostenibles. Un centro de arte es un espacio de libertad, un espacio político del que no podemos prescindir.
e-barcelona.org
La directora de programación de la sala Rekalde, en Bilbao, lleva más de una década asumiendo el papel de mantener a su público al día en las nuevas manifestaciones del arte contemporáneo local e internacional.
ÁNGELA MOLINA
EL PAÍS - BABELIA - 27-08-2005
"El Guggenheim obligó a redefinir la función de cada una de las instituciones que tiene la ciudad"El correo electrónico de Chus Martínez (A Coruña, 1972) es un hotmail que empieza con la palabra brillobox, una pista que indica su predilección por el arte norteamericano y, sobre todo, por la tesis del "fin del arte" elevada al cubo por Arthur C. Danto, que esta joven historiadora se planteó hace unos años como punto de arranque de su tesis doctoral en la Universidad Autónoma de Barcelona. La filosofía del arte y su conexión con los llamados "estudios visuales" a cargo de los analistas culturales, los comisarios, es un tema caro para la directora de programación de la sala Rekalde de Bilbao.
Su formación transcurrió entre Alemania y Nueva York. En esta ciudad, Martínez y un compañero de estudios del Bard College convencieron al dueño de una cadena de supermercados en Long Island para que hiciera de mecenas de un centro de arte que tendría como sede una antigua escuela de billar, en el barrio de Williamsburgh. "Nos parecía interesante reconectar un arte norteamericano local, que no tiene nada que ver con el arte norteamericano que la gente recibe en Europa, con gente de otros lugares. Salió un proyecto bastante freaky". En la última Bienal de Venecia, Chus Martínez fue la comisaria del pabellón nacional de Chipre, que será la próxima sede de la Manifesta.
PREGUNTA. ¿Cómo definiría el trabajo de un comisario?
RESPUESTA. El comisariado no es una herramienta, ni una técnica, sino un metalenguaje, la conclusión a la que se puede llegar a través del conocimiento de otras disciplinas como la historia del arte, la teoría o la práctica artística, la producción y la distribución. En las universidades españolas se suscita el debate de si debemos tener masters de comisariado. Pero no se trata de salir de la universidad y aparecer como si fueras un decorador de interiores. Resulta absurdo hablar de enseñar cosas a las que se llega a través del propio trabajo y del conocimiento de las preguntas que el arte contemporáneo te plantea.
P. ¿No es una figura demasiado "imponente" dentro del trabajo del artista?
R. En un determinado momento, esa forma de trabajar, más personal, ha servido para hacer visible un trabajo y una profesión que para mucha gente era invisible. En ese sentido fue importante y cumplió una función. Pero el comisariado es un arduo trabajo de investigación y no debiera ser el resultado de un ejercicio formal de juntar obras para explicar una historia, sino el fruto del análisis de qué pasa en tu contexto inmediato y de qué manera puedes encontrar otros contextos con problemas muy similares a los tuyos. Esa conexión con lo internacional se hace desde la preocupación que está en la base del terreno en el que trabajas. Creo que el internacionalismo es algo a defender.
P. ¿Cómo definiría su proyecto para la sala Rekalde?
R. La Rekalde, que depende estrictamente de la Diputación Foral de Vizcaya, se funda en 1992. Con esto estoy diciendo que no es una sala nueva, tiene una historia y una memoria. Funciona como espacio, como sala o antesala, extensión del Museo de Bellas Artes de Bilbao para el arte contemporáneo y sigue el modelo que los ingleses llaman updating, es decir, pone a la gente al corriente de lo que está pasando fuera. Para ello incorpora en su programación nombres de la comunidad internacional que están marcando tendencias y que son pioneros, priorizando los grandes nombres con otros que también tienen un peso dentro de la comunidad local.
P. ¿Qué ocurre cuando aparece en la escena vasca el Guggenheim?
R. Pues que, en parte, obliga de una forma bastante positiva a redefinir la función que cada una de las instituciones de la ciudad debe cumplir, porque está claro que el Guggenheim es un museo que se va a dedicar al arte contemporáneo y lo va a hacer desde el mainstream, es decir, desde los grandes nombres que han marcado un determinado discurso. En los últimos tres años, Pilar Mur, la directora de la sala, y yo hemos pensado resituar no sólo la institución dentro del imaginario de la ciudad sino también lo que la institución puede hacer por la ciudad en cuanto a actividades.
P. ¿Tienen el mismo público?
R. Hay dos cuestiones, primera, de qué manera la institución puede responder a otras velocidades en una ciudad pequeña, más allá de la velocidad que te marca la exposición. Otra es qué más puedes hacer por todos aquellos que están trabajando en la comunidad artística local y a los que sin embargo no puedes responder de forma positiva, es decir, no puedes exponer la obra de todos. Me gusta muy poco hablar de públicos, porque la mayoría de las veces nos estamos refiriendo al contribuyente, a la clase media, a la que en parte legítimamente ese espacio le pertenece. Prefiero hablar de las diferentes inteligencias de grupos. Los adolescentes... es un grupo que me fascina y no sé muy bien cómo un centro de arte puede apelar a su interés; o las diferentes comunidades de inmigrantes, clases, que en muchos casos se sienten ajenas a los discursos artísticos.
P. ¿No cree que los centros de arte y museos han acabado siendo un instrumento de la clase política, más que como herramienta de construcción social? ¿Cómo desvincular un centro de la cultura del espectáculo?
R. Sí, es uno de los grandes problemas. El tejido cultural de este país ha crecido gracias a una especie de histeria de normalización, en parte debido a estas circunstancias históricas y a nuestro presente político, y a que durante los ochenta había una gran ansiedad por equipararse a Europa. Tenemos muchas estructuras que estamos manteniendo, pero no las estamos haciendo crecer ni que sean sostenibles. Un centro de arte es un espacio de libertad, un espacio político del que no podemos prescindir.
e-barcelona.org
5 de mayo de 2007
Divagaciones varias (I) [Miguel López]
La semana pasada hubo en Lima un seminario internacional de curaduría. Lo menciono porque quiero traer un libre comentario que Gustavo Buntinx en una de las mesas de conversación. Este comentario intentaba constatar como la actual curaduría local venía de por sí contaminada, en la medida en que los curadores que en años recientes se habían aproximado a esta práctica lo hacían desde una formación, en muchos casos, de artistas visuales (el cual es también mi caso).
Yo intento siempre de asumir la práctica curatorial como una amplia plataforma de debate y diálogo de sentidos, obras e ideas, que toda exposición se ocupa de poner en escena para su discusión pública. Y si la curaduría no es capaz de generar algún tipo de reacción, aunque sea mínima, que trastoque e interrogue el pensamiento habitual de sus espectadores pues entonces estamos ante un trabajo inofensivo. Emilio Tarazona señalaba en ese mismo conversatorio que a él le importaba medir no el modo en que las personas llegan a la sala sino la manera en la cual salen, es decir, las potenciales transformaciones que la exhibición arrastra y confronta con cada uno de sus visitantes.
Traigo a colación estas ideas -de un modo muy arbitrario y libre- ya que el domingo pasado, 29 de abril, culminaron dos exposiciones en Lima. Dos exposiciones con las cuales estuve involucrado curatorialmente y de las cuales me siento responsable y comprometido con lo exhibido. La primera es Tránsito de imágenes (puntos de fuga hacia el arte último) en el Museo de Arte de Lima, y la segunda La persistencia de lo efímero. orígenes del no-objetualismo peruano: ambientaciones / happenings / arte conceptual (1965-1975) en el Centro Cultural de España. Y aunque no estoy seguro si estas dos exposiciones han ocasionado transformaciones en todos sus posibles espectadores quisiera pensar que sí, efectivamente, algún movimiento de ideas produjo.
Para mi está muy claro que hacer una curaduría es tomar una posición frente al arte (en este caso contemporáneo). Toda curaduría es siempre un trabajo de opinión, y exije ser examinado como tal. En ese sentido creo que ambas muestras ponen en evidencia mi posición e intereses en relación a la creación actual, lo que considero pertinente e importante de ser exhibido, recuperado, discutido -entre otras cosas-. La mía no es una posición de un crítico de arte -que por formación no soy-, y sí en cambio la mirada de un artista visual que considera que todo ejercicio artístico debe venir acompañado de un profundo ánimo reflexivo, y al que le interesa mucho poder pensar la producción de sus contemporáneos (aunque mis contemporáneos estrictamente hablando sean tal vez la generación de artistas jóvenes en Lima, yo estoy pensando en un marco amplio de productores visuales con quienes comparto espacios).
En ese sentido, quiero pensar que la apuesta que persigo no se encuentra únicamente en el plano de las imágenes sino también en el de las estrategias y de los métodos. Y allí debo coincidir nuevamente con Gustavo Buntinx: no hay tarea más revolucionaria en el campo de la investigación histórica que la recuperación sistemática de fuentes que agreguen nuevas y valiosas coordenadas de lectura. Estamos hablando de nuestro caso local, un contexto donde la ausencia de historia y memoria es alarmante. Curaduría productora de infraestructura la llamaría el crítico chileno Justo Pastor Mellado.
Y lo digo también porque considero indispensable que la producción visual se produzca desde un mínimo de perspectiva histórica: conocer el marco cultural en el cual cada obra se inserta y ver los tipos de diálogo que establece ésta con momentos anteriores (a un nivel no solo artístico sino social y político). En mi caso fue ese uno de los detalles fundamentales que me animaron del todo a investigar las primeras experiencias de arte conceptual. No sólo porque me encantaba el tema y me molestaba no poder acceder a una historia minuciosa sobre el tema en el caso peruano, sino porque mi trabajo visual en ese momento particular -hace tres años tal vez, a punto de emprender mi tesis, y cuyo interés principal era poner en análisis el sistema del arte- intentaba buscar referentes locales en la línea del arte conceptual y no encontraba ninguno (al menos en la línea que buscaba). Tampoco es que deban existir! Pero lo curioso resultó que la única referencia velada que tuve fue la de una supuesta exposición en 1970, donde -me decía un amigo- el artista había confrontado también el espacio expositivo -algo que intaba yo también en ese momento-, y por ende el sistema del arte. A lo cual agregó un pero: se habían escrito sobre ello solo unos pocos párrafos en casi treinta y cinco años, y -oh sorpresa- no se había editado en Lima imagen alguna.
Aquel solitario relato, que fue contado además por quien sin saberlo sería posteriormente mi compañero de investigación mientras yo realizaba una sesión de fotografías, me produjo en primera instancia una profunda emoción por sentir que podía haber allí había algo verdaderamente valioso, pero también una sensación de pesar al notar como habían pasado tantos años y parecía que nunca hubiera sucedido.
Ocurrieron muchas otras cosas por esa misma época (yo aún era estudiante) que me permitieron enfocar cada vez más mi atención sobre el tema. Encontrar de forma casi azarosa -aunque el azar no existe como dice G.B- un texto de Juan Acha en la Biblioteca Nacional sobre el asunto fue fundamental. Que un amigo muy querido me obsequiara un ejemplar del catálogo de esa exhibición también fue decisivo. Conocer al artista, pedir testimonios, buscar en archivos, encontrar a sus amigos, etc., etc. Y cuando ya me encontraba totalmente embarcado descubrí referencias varias posteriores que justamente habían incidido en esa exposición pero con una difusión limitada o parcial, seguramente por otras complicadas circunstancias contextuales. Gracias a mi amigo Augusto del Valle pude llegar a un video de una exposición de Buntinx sobre las Vanguardias de los años 60's donde se exhibició ese catálogo en 1984, y gracias a Jorge Villacorta llegué a la referencia de Restauración/No Restauración (1990), también proyecto curatorial de Buntinx que había elaborado de manera explícita sobre la obra de Hernández. Experiencias sumamente valiosas que me siguen interesando mucho y que me gustaría ver publicadas o que tuvieran tal vez mayor circulación (el texto de Restauración/No Restauración fue publicado en una edición de la revista Micromuseo, pero sin ninguna imagen, el cual es por cierto uno de los escritos que más me han impactado e interesado dentro de su amplia producción).
Hay muchas cosas que están aún a la espera de ser inscritas adecuadamente en la historia, o en todo caso que merecen que su eco o repercusión sean mayores a la que tienen actualmente. Y esa es parte de lo que intentamos en La persistencia de lo efímero, tantas experiencias significativas que merecen ser enunciadas en voz alta, que son capaces de cuestionar o contravenir la mirada que tenemos sobre esos años, o que pueden interferir y alimentar nuevos procesos y producciones más jóvenes. Es imposible calcular la repercusión de una situación en el momento en que es realizada, y no se de que manera un proyecto curatorial como el realizado con Emilio Tarazona ha efectivamente inquietado o agitado nuevos intereses. Solo se que es fundamental seguir recuperándolo, y no me veo haciendo otra cosa durante los próximos años. Siento que lo hecho es casi como un fragmento de un algo más amplio, de una investigación más profunda sin límites visibles que revelará, espero, nuevos bordes y complejas contradicciones.
Hace tiempo que no escribía de manera personal en el blog así que he aprovechado unos pocos minutos libres para simplemente dejar fluir las palabras. No se si son ideas coherentes, pero son ideas al fin. El tiempo en las últimas semanas ha sido mínimo, y aún ahora me encuentro escribiendo y afinando un texto para un encuentro en el MACBA (Barcelona) la próxima semana, donde continuaremos discutiendo estos temas y afianzando las redes para impulsar una recuperación historiográfica conjunta. Ya comentaré sobre eso. De momento me quedo pensando en lo que me dijo hoy temprano una amiga, y más tarde unos amigos: que el último día de la exposición por la noche -domingo pasado, hace 3 días- se tuvo que retrasar dos horas el cierre y desmontaje de la exposición dado el número de personas que aún se encontraban en el lugar viendo la muestra. No se si eso signifique exactamente algo, pero en verdad se siente muy bien saber que el entusiasmo de uno puede ser a veces compartido.
[imagen 1: Entrada del Centro Cultural de España, exposición La persistencia de lo efímero. diseño: Claudia Cáceres Garrido y Arturo Higa Taira. foto: Eddie Hirose / imagen 2: obras de Emilio Hernández Saavedra en la exposición. foto: Eddie Hirose]
Arte Nuevo
Yo intento siempre de asumir la práctica curatorial como una amplia plataforma de debate y diálogo de sentidos, obras e ideas, que toda exposición se ocupa de poner en escena para su discusión pública. Y si la curaduría no es capaz de generar algún tipo de reacción, aunque sea mínima, que trastoque e interrogue el pensamiento habitual de sus espectadores pues entonces estamos ante un trabajo inofensivo. Emilio Tarazona señalaba en ese mismo conversatorio que a él le importaba medir no el modo en que las personas llegan a la sala sino la manera en la cual salen, es decir, las potenciales transformaciones que la exhibición arrastra y confronta con cada uno de sus visitantes.
Traigo a colación estas ideas -de un modo muy arbitrario y libre- ya que el domingo pasado, 29 de abril, culminaron dos exposiciones en Lima. Dos exposiciones con las cuales estuve involucrado curatorialmente y de las cuales me siento responsable y comprometido con lo exhibido. La primera es Tránsito de imágenes (puntos de fuga hacia el arte último) en el Museo de Arte de Lima, y la segunda La persistencia de lo efímero. orígenes del no-objetualismo peruano: ambientaciones / happenings / arte conceptual (1965-1975) en el Centro Cultural de España. Y aunque no estoy seguro si estas dos exposiciones han ocasionado transformaciones en todos sus posibles espectadores quisiera pensar que sí, efectivamente, algún movimiento de ideas produjo.
Para mi está muy claro que hacer una curaduría es tomar una posición frente al arte (en este caso contemporáneo). Toda curaduría es siempre un trabajo de opinión, y exije ser examinado como tal. En ese sentido creo que ambas muestras ponen en evidencia mi posición e intereses en relación a la creación actual, lo que considero pertinente e importante de ser exhibido, recuperado, discutido -entre otras cosas-. La mía no es una posición de un crítico de arte -que por formación no soy-, y sí en cambio la mirada de un artista visual que considera que todo ejercicio artístico debe venir acompañado de un profundo ánimo reflexivo, y al que le interesa mucho poder pensar la producción de sus contemporáneos (aunque mis contemporáneos estrictamente hablando sean tal vez la generación de artistas jóvenes en Lima, yo estoy pensando en un marco amplio de productores visuales con quienes comparto espacios).
En ese sentido, quiero pensar que la apuesta que persigo no se encuentra únicamente en el plano de las imágenes sino también en el de las estrategias y de los métodos. Y allí debo coincidir nuevamente con Gustavo Buntinx: no hay tarea más revolucionaria en el campo de la investigación histórica que la recuperación sistemática de fuentes que agreguen nuevas y valiosas coordenadas de lectura. Estamos hablando de nuestro caso local, un contexto donde la ausencia de historia y memoria es alarmante. Curaduría productora de infraestructura la llamaría el crítico chileno Justo Pastor Mellado.
Y lo digo también porque considero indispensable que la producción visual se produzca desde un mínimo de perspectiva histórica: conocer el marco cultural en el cual cada obra se inserta y ver los tipos de diálogo que establece ésta con momentos anteriores (a un nivel no solo artístico sino social y político). En mi caso fue ese uno de los detalles fundamentales que me animaron del todo a investigar las primeras experiencias de arte conceptual. No sólo porque me encantaba el tema y me molestaba no poder acceder a una historia minuciosa sobre el tema en el caso peruano, sino porque mi trabajo visual en ese momento particular -hace tres años tal vez, a punto de emprender mi tesis, y cuyo interés principal era poner en análisis el sistema del arte- intentaba buscar referentes locales en la línea del arte conceptual y no encontraba ninguno (al menos en la línea que buscaba). Tampoco es que deban existir! Pero lo curioso resultó que la única referencia velada que tuve fue la de una supuesta exposición en 1970, donde -me decía un amigo- el artista había confrontado también el espacio expositivo -algo que intaba yo también en ese momento-, y por ende el sistema del arte. A lo cual agregó un pero: se habían escrito sobre ello solo unos pocos párrafos en casi treinta y cinco años, y -oh sorpresa- no se había editado en Lima imagen alguna.
Aquel solitario relato, que fue contado además por quien sin saberlo sería posteriormente mi compañero de investigación mientras yo realizaba una sesión de fotografías, me produjo en primera instancia una profunda emoción por sentir que podía haber allí había algo verdaderamente valioso, pero también una sensación de pesar al notar como habían pasado tantos años y parecía que nunca hubiera sucedido.
Ocurrieron muchas otras cosas por esa misma época (yo aún era estudiante) que me permitieron enfocar cada vez más mi atención sobre el tema. Encontrar de forma casi azarosa -aunque el azar no existe como dice G.B- un texto de Juan Acha en la Biblioteca Nacional sobre el asunto fue fundamental. Que un amigo muy querido me obsequiara un ejemplar del catálogo de esa exhibición también fue decisivo. Conocer al artista, pedir testimonios, buscar en archivos, encontrar a sus amigos, etc., etc. Y cuando ya me encontraba totalmente embarcado descubrí referencias varias posteriores que justamente habían incidido en esa exposición pero con una difusión limitada o parcial, seguramente por otras complicadas circunstancias contextuales. Gracias a mi amigo Augusto del Valle pude llegar a un video de una exposición de Buntinx sobre las Vanguardias de los años 60's donde se exhibició ese catálogo en 1984, y gracias a Jorge Villacorta llegué a la referencia de Restauración/No Restauración (1990), también proyecto curatorial de Buntinx que había elaborado de manera explícita sobre la obra de Hernández. Experiencias sumamente valiosas que me siguen interesando mucho y que me gustaría ver publicadas o que tuvieran tal vez mayor circulación (el texto de Restauración/No Restauración fue publicado en una edición de la revista Micromuseo, pero sin ninguna imagen, el cual es por cierto uno de los escritos que más me han impactado e interesado dentro de su amplia producción).
Hay muchas cosas que están aún a la espera de ser inscritas adecuadamente en la historia, o en todo caso que merecen que su eco o repercusión sean mayores a la que tienen actualmente. Y esa es parte de lo que intentamos en La persistencia de lo efímero, tantas experiencias significativas que merecen ser enunciadas en voz alta, que son capaces de cuestionar o contravenir la mirada que tenemos sobre esos años, o que pueden interferir y alimentar nuevos procesos y producciones más jóvenes. Es imposible calcular la repercusión de una situación en el momento en que es realizada, y no se de que manera un proyecto curatorial como el realizado con Emilio Tarazona ha efectivamente inquietado o agitado nuevos intereses. Solo se que es fundamental seguir recuperándolo, y no me veo haciendo otra cosa durante los próximos años. Siento que lo hecho es casi como un fragmento de un algo más amplio, de una investigación más profunda sin límites visibles que revelará, espero, nuevos bordes y complejas contradicciones.
Hace tiempo que no escribía de manera personal en el blog así que he aprovechado unos pocos minutos libres para simplemente dejar fluir las palabras. No se si son ideas coherentes, pero son ideas al fin. El tiempo en las últimas semanas ha sido mínimo, y aún ahora me encuentro escribiendo y afinando un texto para un encuentro en el MACBA (Barcelona) la próxima semana, donde continuaremos discutiendo estos temas y afianzando las redes para impulsar una recuperación historiográfica conjunta. Ya comentaré sobre eso. De momento me quedo pensando en lo que me dijo hoy temprano una amiga, y más tarde unos amigos: que el último día de la exposición por la noche -domingo pasado, hace 3 días- se tuvo que retrasar dos horas el cierre y desmontaje de la exposición dado el número de personas que aún se encontraban en el lugar viendo la muestra. No se si eso signifique exactamente algo, pero en verdad se siente muy bien saber que el entusiasmo de uno puede ser a veces compartido.
[imagen 1: Entrada del Centro Cultural de España, exposición La persistencia de lo efímero. diseño: Claudia Cáceres Garrido y Arturo Higa Taira. foto: Eddie Hirose / imagen 2: obras de Emilio Hernández Saavedra en la exposición. foto: Eddie Hirose]
Arte Nuevo
Remarks on mediation [Søren Andreasenand Lars Bang Larsen]
We use the term "middleman" (or middlewoman) as an overall denominator for productive identity, including the nominal roles of artist, critic, curator. Take the two of us, for example, artist/writer and critic/curator respectively; we are at the same time producers and consumers of art. Middlemen between ourselves.
In 1970, the critic Harold Rosenberg stated: "At the present time - and this explains the interest shown in [the curators'] work - only the middleman has the power to fulfill the dream of union between the creative individual and society". Rosenberg's nearly 30 years old concept of the Middleman resonates with the many functions of today's flourishing culture of Middlemen and -women: curators, consultants, brokers, journalists, dj's, facilitators, spindoctors etc. People whose profession it is to mediate or to avoid that problems come about. It seems like the Middleman is a privileged agent in late capitalist-bureaucratic society. However, the concept of the Middleman is more than mere job descriptions and more than a critique of certain functions. Our claim is that Middlemanship is today a general condition of authorshipand productive behaviour. The existence of Middlemen indicates that the exchange itself is central to how value is estimated. It means being acutely implicated; it is a portrait of the desire for complicity. There is so to speak no 'outside Middleman': Everyone is a Middleman. This isn't to say we don't do different things in different places, but that it is a pervasive condition for subjectivity in the globalised economy.
In 1993, Pierre Bourdieu wrote about the field of cultural production: '… the subject of the production of the artwork - of its value but also of its meaning - is not the producer who actually creates the object in its materiality but rather the entire set of agents engaged in the field. Among these are the producers of works classified as artists… critics of all persuasions… collectors, middlemen, curators etc, in short, all those who have ties with art, who live for art and to varying degrees, from it, and who confront each other in struggles where the imposition of not only a world view but also a vision of the art world is at stake, and who through these struggles, participate in the production of the value of the artist and of art.' (The Field of Cultural Production, 1993, p 261) Bourdieu's analysis seems apt, if it weren't for the productive identity he assigns to the artist as a maker of 'material objects'. In the era of immaterial work this comes across as somewhat outdated. In other words, Bourdieu sees the place of artistic creativity as a primal scene of sorts; we would like to argue that there is no such primal scene of production. That is a modernist idea. Instead, production-consumption today is about how to style a patchwork of mediated material.
Let us take a look at what mechanisms of authorisation that underpin the role of the cultural producer. What we are talking about might be called an evaluation of power, a dissection of a complex web surrounding the signification of authority. As Michel Foucault told us, having power or being empowered is not a problem in itself. The question is how power is used and represented. We need to find positive ways to evaluate power from within the role of the middleman, from the position of networking and being networked.
The classical problem with the middleman is that as soon as s/he interferes, the situation is no longer one to one. Middlemen are seen as the ones who quietly follow market trends. The middleman is only involved in a process part of the time, but in that time his agency significantly affects the further course of this process. Typically, his involvement raises the value of the goods that are circulated. He is seen as a fleeting agent with shifting loyalties, sitting comfortably between marketplace and producer, enjoying a certain degree of immunity. You can't reduce him and you can't add anything to him. At the same time as he has power, he isn't really the guy in charge, which is why it is difficult to address him as an authority.
The middleman can be something else than one who - like capitalism - arrives when everything is ready.
But on the other hand - and this is the other aspect of the middleman - we must bear in mind the colonised infrastructures of the past and the present. The middleman isn’t just somebody who quietly follows, but also one who can be a part of basic infrastructures. In This Sex Which Is Not One, the feminist thinker Luce Irigaray talks about woman as a go-between, as having functioned as "an infrastructure, unrecognised as such by our society and culture... everything depends on their complicity: Women are the very possibility of mediation, transaction, transition, transference - between man and his fellow-creatures, indeed between man and himself". It looks like the middleman can be something else than one who - like capitalism - arrives when everything is ready. And infrastructures, of course, can convey many different desires, depending on their composition. The flows we put in orbit can be mere ornaments, but they can also be big waves or columns of rising air, staged to go somewhere in order to see what they collide with, as Gilles Deleuze said.
In a lecture he gave at Baltic arts centre in Newcastle almost exactly two years ago, Hans Ulrich Obrist stated: "[what is important is] How, within curatorial practice and also within institutions one can bring back, against the background of an obvious acceleration, new forms of slowness. How can we re-inject slowness into velocity?" We'd like to deconstruct this statement, because even though it is a relevant criticism of the speed of production/consumption, it still assumes that it is up to curatorial authority – not artistic authority - to slow things down and to perform the operation of "reinjecting slowness". The curator, or the middleman, can speed things up and slow them down again; s/he is in effect a harmoniser. But can s/he also be a radicaliser? How does this subjectivity act which injects slowness? Curators can be producers, mediators, translators and custodians - even activists. Moreover, curators can decide what institutional format or metaphor to work with; archive, laboratorium, platform, exhibition etc. In any case it seems like curators are free to choose different producer/ consumer identities and different sets of operations for themselves.
When discussing the curator, we shouldn't isolate the curator's professional identity in its pragmatic subjectivity. Let us try for a moment and think beyond this specialised role and have a discussion about the cultural location of mediation.
The subjectivity of mediation - the middleman - is the subjectivity which brings us modernity. We are the ones through whom information travels. Often, you hear us curators urge to push the envelope, of the urgency to introduce new strategies to engage with new audiences, art practices and ways of using the institution. The curator is curious, looking for new ways and tools to implement these new strategies with. The curator waits to be filled with new knowledge, new qualifications: The curator is one who is "learning from art and artists", and a "pedestrian bridge between artist and audience", to quote Maria Lind and Alexander Dorner. A migratory subjectivity, filled up by new meetings, new cities, new info, new signification.
Today, production/consumption gets organised and distributed in shorter and shorter sequences, trough the discontinuous reinvention of institutions. In the networked society, every nodal point in the network is a go-between for flows, for material in movement. The cultural critic Bülent Diken has written that "network power is about the capacity to escape; its instruments are fluidity, liquidity, and speed. In "liquid modernity" power lies in the ability to "travel light." With this in mind we would like to quote the curator Fransesco Bonami from his catalogue text for the recent Manifesta 4: "To call Manifesta an exhibition is misleading [...] Because of its fluid structure when conceived and its mobile whereabouts it is impossible to identify Manifesta with a particular place or identity." Presumably without wanting to, Bonami has here given us a very precise definition of authority as it today exists in its amorphous form: it simply can't be pinned down. We don't know what form authority has or where it resides; it refuses to be identified. The novelist Charles Willeford stated in 1971 that "A[n art] critic has to discuss what's there, not something that may be somewhere else". However, in the networked society, traditional parameters of evaluation have disappeared.
Now, the most empathetic way of striking up a relationship with the multiple operations of the object of style - or the multiple operations of the flow of style - would be one of interpretation rather than one of mapping.
When we use the term mediated material, we want to talk about 'what's there' under certain conditions; material that exists due to economical, ideological or psychological interests and therefore always exists somewhere else, too; namely in the context of these interests. Mediated material is always already produced/consumed and it would be absurd to criticise that fact. Instead one should focus on how to understand the significance and potential of mediated material as a matter of fact. We want to talk about the materiality of the echo - the echo itself with no reference to the source, because a reverberation process produces a version of the source that is also a division; you end up with two different structures. An echo produces 'something else', and in the context of the echo that is 'what's there'.
A production of an echo that is deliberately promoted exposes a desire to produce 'something else' by producing the divisions of versions. The production of an echo is a way to escape the authority of the source and therefore makes an implicit promise of change and difference. As we take it that this style of productivity is very much the raison d'etre of the Middleman, because material is brought into a state of flow that enables a takeover of control, we come to the question, again, of how to relate to these gestures of promise and desire produced by the operations of the Middleman. In other words; How do we trust the middleman? How do we trust ourselves as middlemen?
We have discussed a lot how and when this agent of productivity entered Western Civilisation and therefore we would like to ask this question in a different way; how and when did civilisation start to trust the workings of Middlemen as cultural agents? How and when did a Middleman gain power on own terms? We would like to suggest that the work of Phil Spector in the early 1960's is such a turning point, when it comes to cultural/aesthetic productivity, which is the frame of this discussion. Interestingly, Spector's rise happened during what has been described as 'rock's lost weekend' (that is 1959-1964; from the decline of Elvis to the global breakthrough of the Beatles). Spector was on to something different from the mythologies of the Bard. He didn't perform, he rarely composed (he merely forced his autograph on to compositions) and still he became a star name in pop music. What he did was to produce music in a very all-embracing meaning of the word. Born in Bronx and partly raised in Los Angeles, Phil Spector had established himself as a succesful freelance producer by the age of 19, making hit records for the top 10-world of popular music. He formed his own record company (Phillies) by the age of 21 and from then on he took absolute control of all aspects of the music he produced and released; composers and musicians were hired on a freelance basis - the artists’ identities where engineered again and again, whether as solo or as group artists - and recording techniques and studios were developed to suit Spector's sound production; The Wall of Sound.
So, Phil Spector produced a sound - a style of music production. It has to be noted that the pop music of Phil Spector was at the time regarded as highly disturbing as the songs were about teenage trouble and the sound was 'plastic' - not real music but a symptom of the times. He was very much aware of this and defined himself as a rebel both in the sense that he gave teenage sensibility a cultural form and because he transgressed the workings of the music industry - a double gesture that combined the ambition to take over the means of production and to generate a public flow of adolescent desires that were at the time very much excluded from the public sphere. What is of great importance here is that Spector didn't operate by the means of dialectics; he didn't establish an antithesis (a counter-cultural/subversive form) but aimed to gain impact on the 'top 10-world' of popular culture. What he did was to establish a new synthesis of the means of production/consumption and we suggest that only a middleman could take on such an operation, as the ability to deal with all aspects of production is needed to gain authority - the authorship of the middleman is the control of the flow of production. There is no claim for autonomy in Spector's Wall of Sound - it is merely a staged flow of desires that echoes a certain cultural sensibility. Accordingly, when this sensibility changed and Spector's production style was adapted throughout the music industry, his powers declined. That is the fate of the Middleman; as soon as you loose control of the flow, you're replaced.
The question of style in production might be the thing to take us further in this discussion of the Middleman. The art historian Ina Blom has made some interesting remarks on style in contemporary art in her essay 'Dealing with/in Style' (2001). She finds that discourses of style have vanished due to the influence of the terminologies of conceptual art and institutional critique, that regard discussions of style to be a simple question of reference and formalism. What she points out is that there is a 'productive ambiguity of style in much recent art', that cannot be represented in the before mentioned discourses: 'In [...] these discourses [...] style functions as a marker or a symptomatic formation which seems to pulsate around oppositional figures such as singular/general, subject/system, art/the everyday. It would perhaps be just as relevant, then, to focus less on what style is, as on how it performs a kind of double gesture that both produces these divisions and renders them uncertain'. The point made here is that a contemporary discussion of style should 'focus away from the post-modern notion of diversities of style in favour of an attention to the diversity - or the multiple operations - of the object of style itself'. This is a production of difference and ambivalence that has much to do with the present post-media situation of art production, where formal categories of the Media are no longer relevant and where productivity defines itself in terms of 'project', 'situation' or 'structure'.
To take Ina Bloms remarks a bit further, we find that these remarks on style applies very well to the overall look of many recent group shows; curatorial work as well should be regarded as an agency of style that 'performs a kind of double gesture that both produces [...] divisions and renders them uncertain'. A patchwork of mediated matrial, staged to produce differences. In this way, Obrist's ambition to re-inject slowness would represent a desire to stage differences of velocity, and Bonami's description of Manifesta exposes a desire to authorize ambiguity.
Now, the most empathetic way of striking up a relationship with the multiple operations of the object of style - or the multiple operations of the flow of style - would be one of interpretation rather than one of mapping. With a desire for interpretation, one has the chance to comprehend and maintain difference, whereas mapping - inherent to the concept of the post-modern style palette - is a gesture of archiving that is potentially inimical to invention. The mapping subject controls flows by making them irreversible in isolated domains, while not considering him/herself as part of that domain.
Therefore, to us, parameters of trust hinge on the historicity and materiality of the way a flow is styled. How else do you evaluate the composite flows, and your own role on the flow when you are part of it? Domains have to be opened up, roles switched around, and levels of experience synchronised in order to establish relationships and cede control.
To sum things up, we are suggesting that the middleman/-woman isn’t to be reduced to a authoriser of symptomatic formations (something that has been a point in the critique of curatorial work for instance) but rather, the Middleman establishes an authority in the control of the flow of productivity. In other words, the middleman is an author - and the author is a middleman - who exposes a desire to stage mediated material, and therefore subjectivity is produced here.
Lars Bang Larsen, art critic and curator. Copenhaguen, Danmark
Søren Andreasen artist and curator. Copenhaguen, Danmark
a-desk.org
In 1970, the critic Harold Rosenberg stated: "At the present time - and this explains the interest shown in [the curators'] work - only the middleman has the power to fulfill the dream of union between the creative individual and society". Rosenberg's nearly 30 years old concept of the Middleman resonates with the many functions of today's flourishing culture of Middlemen and -women: curators, consultants, brokers, journalists, dj's, facilitators, spindoctors etc. People whose profession it is to mediate or to avoid that problems come about. It seems like the Middleman is a privileged agent in late capitalist-bureaucratic society. However, the concept of the Middleman is more than mere job descriptions and more than a critique of certain functions. Our claim is that Middlemanship is today a general condition of authorshipand productive behaviour. The existence of Middlemen indicates that the exchange itself is central to how value is estimated. It means being acutely implicated; it is a portrait of the desire for complicity. There is so to speak no 'outside Middleman': Everyone is a Middleman. This isn't to say we don't do different things in different places, but that it is a pervasive condition for subjectivity in the globalised economy.
In 1993, Pierre Bourdieu wrote about the field of cultural production: '… the subject of the production of the artwork - of its value but also of its meaning - is not the producer who actually creates the object in its materiality but rather the entire set of agents engaged in the field. Among these are the producers of works classified as artists… critics of all persuasions… collectors, middlemen, curators etc, in short, all those who have ties with art, who live for art and to varying degrees, from it, and who confront each other in struggles where the imposition of not only a world view but also a vision of the art world is at stake, and who through these struggles, participate in the production of the value of the artist and of art.' (The Field of Cultural Production, 1993, p 261) Bourdieu's analysis seems apt, if it weren't for the productive identity he assigns to the artist as a maker of 'material objects'. In the era of immaterial work this comes across as somewhat outdated. In other words, Bourdieu sees the place of artistic creativity as a primal scene of sorts; we would like to argue that there is no such primal scene of production. That is a modernist idea. Instead, production-consumption today is about how to style a patchwork of mediated material.
Let us take a look at what mechanisms of authorisation that underpin the role of the cultural producer. What we are talking about might be called an evaluation of power, a dissection of a complex web surrounding the signification of authority. As Michel Foucault told us, having power or being empowered is not a problem in itself. The question is how power is used and represented. We need to find positive ways to evaluate power from within the role of the middleman, from the position of networking and being networked.
The classical problem with the middleman is that as soon as s/he interferes, the situation is no longer one to one. Middlemen are seen as the ones who quietly follow market trends. The middleman is only involved in a process part of the time, but in that time his agency significantly affects the further course of this process. Typically, his involvement raises the value of the goods that are circulated. He is seen as a fleeting agent with shifting loyalties, sitting comfortably between marketplace and producer, enjoying a certain degree of immunity. You can't reduce him and you can't add anything to him. At the same time as he has power, he isn't really the guy in charge, which is why it is difficult to address him as an authority.
The middleman can be something else than one who - like capitalism - arrives when everything is ready.
But on the other hand - and this is the other aspect of the middleman - we must bear in mind the colonised infrastructures of the past and the present. The middleman isn’t just somebody who quietly follows, but also one who can be a part of basic infrastructures. In This Sex Which Is Not One, the feminist thinker Luce Irigaray talks about woman as a go-between, as having functioned as "an infrastructure, unrecognised as such by our society and culture... everything depends on their complicity: Women are the very possibility of mediation, transaction, transition, transference - between man and his fellow-creatures, indeed between man and himself". It looks like the middleman can be something else than one who - like capitalism - arrives when everything is ready. And infrastructures, of course, can convey many different desires, depending on their composition. The flows we put in orbit can be mere ornaments, but they can also be big waves or columns of rising air, staged to go somewhere in order to see what they collide with, as Gilles Deleuze said.
In a lecture he gave at Baltic arts centre in Newcastle almost exactly two years ago, Hans Ulrich Obrist stated: "[what is important is] How, within curatorial practice and also within institutions one can bring back, against the background of an obvious acceleration, new forms of slowness. How can we re-inject slowness into velocity?" We'd like to deconstruct this statement, because even though it is a relevant criticism of the speed of production/consumption, it still assumes that it is up to curatorial authority – not artistic authority - to slow things down and to perform the operation of "reinjecting slowness". The curator, or the middleman, can speed things up and slow them down again; s/he is in effect a harmoniser. But can s/he also be a radicaliser? How does this subjectivity act which injects slowness? Curators can be producers, mediators, translators and custodians - even activists. Moreover, curators can decide what institutional format or metaphor to work with; archive, laboratorium, platform, exhibition etc. In any case it seems like curators are free to choose different producer/ consumer identities and different sets of operations for themselves.
When discussing the curator, we shouldn't isolate the curator's professional identity in its pragmatic subjectivity. Let us try for a moment and think beyond this specialised role and have a discussion about the cultural location of mediation.
The subjectivity of mediation - the middleman - is the subjectivity which brings us modernity. We are the ones through whom information travels. Often, you hear us curators urge to push the envelope, of the urgency to introduce new strategies to engage with new audiences, art practices and ways of using the institution. The curator is curious, looking for new ways and tools to implement these new strategies with. The curator waits to be filled with new knowledge, new qualifications: The curator is one who is "learning from art and artists", and a "pedestrian bridge between artist and audience", to quote Maria Lind and Alexander Dorner. A migratory subjectivity, filled up by new meetings, new cities, new info, new signification.
Today, production/consumption gets organised and distributed in shorter and shorter sequences, trough the discontinuous reinvention of institutions. In the networked society, every nodal point in the network is a go-between for flows, for material in movement. The cultural critic Bülent Diken has written that "network power is about the capacity to escape; its instruments are fluidity, liquidity, and speed. In "liquid modernity" power lies in the ability to "travel light." With this in mind we would like to quote the curator Fransesco Bonami from his catalogue text for the recent Manifesta 4: "To call Manifesta an exhibition is misleading [...] Because of its fluid structure when conceived and its mobile whereabouts it is impossible to identify Manifesta with a particular place or identity." Presumably without wanting to, Bonami has here given us a very precise definition of authority as it today exists in its amorphous form: it simply can't be pinned down. We don't know what form authority has or where it resides; it refuses to be identified. The novelist Charles Willeford stated in 1971 that "A[n art] critic has to discuss what's there, not something that may be somewhere else". However, in the networked society, traditional parameters of evaluation have disappeared.
Now, the most empathetic way of striking up a relationship with the multiple operations of the object of style - or the multiple operations of the flow of style - would be one of interpretation rather than one of mapping.
When we use the term mediated material, we want to talk about 'what's there' under certain conditions; material that exists due to economical, ideological or psychological interests and therefore always exists somewhere else, too; namely in the context of these interests. Mediated material is always already produced/consumed and it would be absurd to criticise that fact. Instead one should focus on how to understand the significance and potential of mediated material as a matter of fact. We want to talk about the materiality of the echo - the echo itself with no reference to the source, because a reverberation process produces a version of the source that is also a division; you end up with two different structures. An echo produces 'something else', and in the context of the echo that is 'what's there'.
A production of an echo that is deliberately promoted exposes a desire to produce 'something else' by producing the divisions of versions. The production of an echo is a way to escape the authority of the source and therefore makes an implicit promise of change and difference. As we take it that this style of productivity is very much the raison d'etre of the Middleman, because material is brought into a state of flow that enables a takeover of control, we come to the question, again, of how to relate to these gestures of promise and desire produced by the operations of the Middleman. In other words; How do we trust the middleman? How do we trust ourselves as middlemen?
We have discussed a lot how and when this agent of productivity entered Western Civilisation and therefore we would like to ask this question in a different way; how and when did civilisation start to trust the workings of Middlemen as cultural agents? How and when did a Middleman gain power on own terms? We would like to suggest that the work of Phil Spector in the early 1960's is such a turning point, when it comes to cultural/aesthetic productivity, which is the frame of this discussion. Interestingly, Spector's rise happened during what has been described as 'rock's lost weekend' (that is 1959-1964; from the decline of Elvis to the global breakthrough of the Beatles). Spector was on to something different from the mythologies of the Bard. He didn't perform, he rarely composed (he merely forced his autograph on to compositions) and still he became a star name in pop music. What he did was to produce music in a very all-embracing meaning of the word. Born in Bronx and partly raised in Los Angeles, Phil Spector had established himself as a succesful freelance producer by the age of 19, making hit records for the top 10-world of popular music. He formed his own record company (Phillies) by the age of 21 and from then on he took absolute control of all aspects of the music he produced and released; composers and musicians were hired on a freelance basis - the artists’ identities where engineered again and again, whether as solo or as group artists - and recording techniques and studios were developed to suit Spector's sound production; The Wall of Sound.
So, Phil Spector produced a sound - a style of music production. It has to be noted that the pop music of Phil Spector was at the time regarded as highly disturbing as the songs were about teenage trouble and the sound was 'plastic' - not real music but a symptom of the times. He was very much aware of this and defined himself as a rebel both in the sense that he gave teenage sensibility a cultural form and because he transgressed the workings of the music industry - a double gesture that combined the ambition to take over the means of production and to generate a public flow of adolescent desires that were at the time very much excluded from the public sphere. What is of great importance here is that Spector didn't operate by the means of dialectics; he didn't establish an antithesis (a counter-cultural/subversive form) but aimed to gain impact on the 'top 10-world' of popular culture. What he did was to establish a new synthesis of the means of production/consumption and we suggest that only a middleman could take on such an operation, as the ability to deal with all aspects of production is needed to gain authority - the authorship of the middleman is the control of the flow of production. There is no claim for autonomy in Spector's Wall of Sound - it is merely a staged flow of desires that echoes a certain cultural sensibility. Accordingly, when this sensibility changed and Spector's production style was adapted throughout the music industry, his powers declined. That is the fate of the Middleman; as soon as you loose control of the flow, you're replaced.
The question of style in production might be the thing to take us further in this discussion of the Middleman. The art historian Ina Blom has made some interesting remarks on style in contemporary art in her essay 'Dealing with/in Style' (2001). She finds that discourses of style have vanished due to the influence of the terminologies of conceptual art and institutional critique, that regard discussions of style to be a simple question of reference and formalism. What she points out is that there is a 'productive ambiguity of style in much recent art', that cannot be represented in the before mentioned discourses: 'In [...] these discourses [...] style functions as a marker or a symptomatic formation which seems to pulsate around oppositional figures such as singular/general, subject/system, art/the everyday. It would perhaps be just as relevant, then, to focus less on what style is, as on how it performs a kind of double gesture that both produces these divisions and renders them uncertain'. The point made here is that a contemporary discussion of style should 'focus away from the post-modern notion of diversities of style in favour of an attention to the diversity - or the multiple operations - of the object of style itself'. This is a production of difference and ambivalence that has much to do with the present post-media situation of art production, where formal categories of the Media are no longer relevant and where productivity defines itself in terms of 'project', 'situation' or 'structure'.
To take Ina Bloms remarks a bit further, we find that these remarks on style applies very well to the overall look of many recent group shows; curatorial work as well should be regarded as an agency of style that 'performs a kind of double gesture that both produces [...] divisions and renders them uncertain'. A patchwork of mediated matrial, staged to produce differences. In this way, Obrist's ambition to re-inject slowness would represent a desire to stage differences of velocity, and Bonami's description of Manifesta exposes a desire to authorize ambiguity.
Now, the most empathetic way of striking up a relationship with the multiple operations of the object of style - or the multiple operations of the flow of style - would be one of interpretation rather than one of mapping. With a desire for interpretation, one has the chance to comprehend and maintain difference, whereas mapping - inherent to the concept of the post-modern style palette - is a gesture of archiving that is potentially inimical to invention. The mapping subject controls flows by making them irreversible in isolated domains, while not considering him/herself as part of that domain.
Therefore, to us, parameters of trust hinge on the historicity and materiality of the way a flow is styled. How else do you evaluate the composite flows, and your own role on the flow when you are part of it? Domains have to be opened up, roles switched around, and levels of experience synchronised in order to establish relationships and cede control.
To sum things up, we are suggesting that the middleman/-woman isn’t to be reduced to a authoriser of symptomatic formations (something that has been a point in the critique of curatorial work for instance) but rather, the Middleman establishes an authority in the control of the flow of productivity. In other words, the middleman is an author - and the author is a middleman - who exposes a desire to stage mediated material, and therefore subjectivity is produced here.
Lars Bang Larsen, art critic and curator. Copenhaguen, Danmark
Søren Andreasen artist and curator. Copenhaguen, Danmark
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Crítica y comisariado en la vida pública [Peio Aguirre]
"Hoy la teoría critica -bajo el atuendo de 'critica cultural'- está ofreciendo el último servicio al desarrollo irrestricto del capitalismo al participar activamente en el esfuerzo ideológico de hacer invisible la presencia de éste: en una típica 'crítica cultural posmoderna,' la mínima mención del capitalismo en tanto sistema mundial tiende a despertar la acusación de 'esencialismo,' ‘fundamentalismo' y otros delitos." Slavoj Zizek, (El Sujeto Espinoso. Pág 176)
Un recurrente cliché en el lenguaje comisarial y crítico hoy en día consiste en despachar cierto conglomerado discursivo a la hora de hablar de una obra o artista con el par privado versus público sin detenerse con más detalle en cada una de estas dos categorías.
A la luz de los cambios producidos en las lógicas de la producción, esta revisión de categorías estancas acerca de lo privado / público (no tanto en su aplicación a los obras de arte, sino a los roles que artistas, comisarios y crítica adoptan en el reparto laboral de la cadena productiva) se hace más necesaria que nunca. En el contexto actual, esta tríada (artistas, críticos y comisarios) nos asegura como mínimo que sea imposible referirse a cada una de ellas evitando u obviando las otras dos. Como trasfondo de esta cadena y acto seguido, se encontraría el mercado, con sus agentes reguladores, y también las instituciones públicas, también con sus propios mediadores igualmente reformadores, como si la competencia entre las esferas públicas y privadas del arte se hubieran enzarzado en una ridícula disputa por saber quién ejerce una mayor autoridad moral o criticismo.
Pero, si nos es más o menos fácil plantear la pregunta ¿qué sería de una crítica que no reflexiona adecuadamente sobre su propio campo de actividad? entonces, ¿cómo no reflexionar sobre la urgente redefinición del rol del comisario? Nadie negará que, si ha habido un cambio sustancial en el ámbito artístico en los últimos, pongamos diez años, éste lo encontraremos en el ascenso y emergencia de la figura del comisario. Otra característica de este cambio estará en que esta nueva presencia, lejos de considerarse como un quebrantamiento de la ley, (del mercado, de los poderes, de los roles definidos o de los discursos) ha venido a ser celebrada o progresivamente asimilada por las partes interesadas en el mantenimiento del status quo o en el resurgimiento de una vocación vacante hasta entonces, el semi-profesional amante del arte convertido en mediador.
Lo que merece ser destacado es que, a día de hoy, parece imposible separar o hablar de la función de la crítica sin, inmediatamente, referirse al rol del comisario. Es cierto también que, cada vez es más difícil encontrar críticos puros en el contexto del arte y que casi todos ellos/as comisarían. Sin embargo, de manera opuesta, es conocido el caso de críticos que según van subiendo o aceptando encargos -o incluso puestos institucionales- progresivamente dejan de escribir reseñas en revistas y periódicos (como si éstos fueran una especie de género menor) al mismo tiempo que miran con recelo aquello que se escribe sobre su práctica curatorial. Las razones de esto son tanto económicas como de orden moral.
La fantasía de la necesidad que tenemos de dotarnos de una critica fuerte persiste, entre críticos y comisarios; confundida muchas veces con el impulso adolescente que supone poner en marcha una revista.
Mientras que escribir reseñas o artículos reporta cantidades ínfimas de dinero, tal y como está el sector editorial, el comisariado está revalorizándose a pasos agigantados. Sólo hay que ver las tarifas de las instituciones dedicadas a pagar a los contribuidores textuales y los honorarios del comisariado, aún manteniendo las proporciones del trabajo realizado en cada uno de los casos. Esta situación, ha conducido a una manifiesta situación de crisis en las formas en las que se escribe sobre arte, mientras la fantasía de la necesidad que tenemos de dotarnos de una critica fuerte persiste, entre críticos y comisarios, aunque difícilmente se realice algo efectivo al respecto. Esta fantasía, confundida muchas veces con el impulso adolescente que supone poner en marcha una revista, es compartida por críticos y comisarios a lo largo y ancho del mundo.
A este respecto, el crítico literario marxista Terry Eagleton dice en su libro de memorias, (El Portero. Ed. Debate, 2004) un tanto irónicamente, que cuando un izquierdista está sumido en una crisis lo primero que hace, casi como acto reflejo, es o sacar una revista o convocar un congreso. Sin embargo es un hecho que el comisariado parece situarse en una tendencia ascendente de crecimiento y la crítica parece encogerse de manera galopante. Otra de las diferencias que surgen aquí es la distinción entre un género llamado “crítica de arte” y otro denominado genéricamente como “escritura sobre arte.” En su artículo de Art Monthly el artista y crítico J.J. Charlesworth plantea esta disyuntiva al mismo tiempo que menciona que siempre que cíclicamente se menciona una “crisis del arte” lo que este diagnóstico vendría a revelar es la pérdida de autoridad de los valores de los que se disfrutaba previamente a la hora de escribir y analizar el arte1.
Así, este síntoma de una crisis en la crítica ha sido ya detectado y puesto en las manos de “curadores,” hasta el punto de haberse creado iniciativas del estilo de The Institute of Art Criticism en la Frankfurt's Staedelschule, (no podía ser en otra ciudad) fundada en el 2003 por su director Daniel Birnbaum y por la Text Zur Kunst Isabelle Graw. Seminarios del tipo The Power of Criticism con los October-fellows tienen lugar allí.
A este respecto me gustaría traer al debate una mesa redonda que tuvo lugar en dicha revista en diciembre 2001 donde nada más comenzar se citaba Crisis and Criticism de Paul de Man, donde éste establece que los dos, la crisis y la crítica, van a menudo juntos de la mano y a menudo de manera productiva. De Man proclama que está en la naturaleza o en la lógica estructural de la crítica misma el estar en un estado perpetuo de “crisis.”2
Las razones de esta crisis son múltiples según los participantes, pero resumiendo quizás la principal razón se situaría en la absorción de espacios para la crítica por el mercado y la consiguiente esterilización de la crítica como simple placebo (Buchloh dixit) sin una función social real. A esto habría que añadir la heterogeneidad de formas en la cuales la crítica hace su aparición, desde el modelo belletrístico (como una escritura que no aspira a ser literatura pero que “es” sin duda una forma literaria, un poco a lo David Hickey y próxima a lo que Charlesworth llama “escritura de arte”) y otra con un mayor contenido discursivo, amén de las diferencias estructurales que surgen de una crítica en revistas, periódicos y otra en catálogos de artistas e institucionales por lo que cualquier intento de crítica debería ser, en primera instancia, una práctica sitespecific, o lo que viene a ser lo mismo, escribir teniendo en mente al lector potencial y jugar con ello de manera positiva. Esto significa en términos generales cambiar o variar los modos de escritura, alterar las velocidades y permanecer siempre fresco, flexible y dispuesto.
Esto nos haría reconsiderar los lugares donde se ejercería la teoría crítica o la crítica de arte, pues es bien sabido por todos nosotros que gran parte de los ensayos fundamentales aparecen en catálogos de instituciones más que en revistas especializadas.
Esto no justificaría, en ningún caso, los casos de mala escritura crítica cuando habitualmente los críticos se apartan de su voz habitual y simplemente ensayan mala literatura belletrística.
Otras reflexiones que emergen en el debate de October se situarían en la caída de la figura del crítico en cuanto a figura pública que ejerce una opinión sobre lo que “hay que mirar” o simplemente decir: “Ojo, esto es importante.” Esta función está cambiando y ya no corresponde a la crítica sino más bien a la figura del “experto.” Éste es el que ejerce poder de cara a los museos y el mercado. Hay cierto consenso entre los más jóvenes (George Baker, Helen Molesworth ) en indicar que los curators hacen obsoletos a los críticos, o que los primeros han desplazado la crítica y el poder y la función de la crítica.
El capitalismo ha encontrado en la figura del comisario independiente su mejor embajador.
Andrea Fraser por su parte indica que ella no ve como separadas el desarrollo de la crítica de una práctica artística sino que más bien contempla la crítica como una práctica artística en sí misma o una forma de arte más. Es decir, como algo orgánicamente vinculado, lo cual reclama cierta conciencia de site-specificity a la hora de escribir que indicaría que el crítico tiene en mente a la audiencia a la que va dirigido el texto y es consciente de que cada medio y contexto es singular y particular, lo que exige una multiplicidad de voces y registros aplicados a cada situación. Este argumento encuentra defensa en Robert Storr mientras que es insuficiente para Benjamin Buchloh, más partidario del todo o nada en cuanto a la manera de ejercer la crítica. Una pregunta que emerge de contemplar la crítica como actividad artística, con la consiguiente ampliación del término “artista”, estaría en ¿podrían los curators contemplar su actividad de una manera similar? La tesis de que la figura del curator ha estratificado y fragmentado aún más la esfera del arte es discutible y al mismo tiempo argumentable. Sin embargo, las relaciones entre críticos y curators apenas son estudiadas o comparadas, mientras que en los últimos años hemos asistido a gran cantidad de textos y estudios donde el curator es (casi siempre de manera ultra-optimista) visto como la nueva figura crítica. Un poco de críticismo aplicado a lo que se está convirtiendo el “curating” no nos vendría nada mal a ninguno de los que intentamos producir discurso crítico, escribiendo, comisariando o inmersos en prácticas híbridas y colectivas.
En esa mesa redonda Helen Molesworth habla de que “el curator contemporáneo es ahora alguien que busca nuevo talento, no alguien que espera conseguir la información de algún otro lugar. Me pregunto si parte de la ansiedad sentida aquí por parte de los críticos –y ahora hablo como crítica y no como curator– es que la voz del crítico no es escuchada de la misma manera en el espacio del museo (…) Ahora el museo está deseando, eso parece, validar más arte, y validarlo más rápido que nunca antes. Esto crea una crisis de juicio, de la formación de cánones, tanto para la crítica como para la historia del arte.”3 A nadie se le escapa que en la década de los 80, los comisarios de exposiciones eran mayoritariamente críticos o académicos universitarios. Apenas había comisarios que no fuesen críticos.
Ahora, con la separación o bifurcación de estas dos tareas decisivas dentro del sistema de producción estas dos figuras pueden entrar en tensión. Lo que hoy en día nadie pone en duda es que la usurpación por parte del comisario del rol que anteriormente estaba reservado casi exclusivamente a la figura del crítico lanza la cuestión del renovado interés por el retorno de la corriente de pensamiento pragmatista-liberal. Esto equivale, según Richard Rorty, a que las esferas públicas y privadas deben permanecer separadas. Las necesidades de auto-creación personal (lo que equivale a lo privado) y el ejercicio de la política (lo que equivale a lo público) deben de mantenerse cada una en su propio ámbito, lo que viene a sugerir debemos intentar alcanzar la “excelencia poética” los fines de semana, mientras que el resto de los días la acción social debe recaer en la búsqueda del bien común de todos. Cuando estas dos esferas se mezclan, como resultado de la envidia, el egoísmo o el subjetivismo individualista, los resultados son desastrosos para la política. Esta división, por otra parte, lo que garantizaría es, como buen pensamiento de corte liberal, la libertad individual, el respeto por la profesión, la protección de la subjetividad y el individualismo necesario para buscar la expansión dentro del sistema.4
Esto conlleva, según Rorty, y de manera polémica a considerar a Derrida como un filósofo irrelevante para la política y a su vez como el más grande de los pensadores-artistas-literatos.
En mi opinión, y en un ejercicio de maximalización, el trabajo del comisario se mantendría en un principio ligado mayormente a la esfera pública, pues su trabajo, aún perteneciéndole, y habiendo sin duda alguna trasvase de subjetividad, queda diluido en lo público. El horizonte de esta disolución la conforma primero su propia subjetividad en tanto que agente / mediador / productor, pero también la institución y su burocracia, las políticas culturales de la administración, las horas de gestión, la base económica (tanto su sueldo como los presupuestos), el espacio arquitectónico, los discursos imperantes del momento, la mediación en todos sus frentes (mediáticos, comunicativos y networks), los/las artistas (sobre todo) las obras, la segunda literatura o escritura crítica, el conflicto y finalmente el espectador, la audiencia o el sujeto receptor de la experiencia.
Resumiendo, el contexto, como una superestructura discursiva, engulliría la fuerza productiva del comisario y la devolvería transformada, licuada, tamizada en una experiencia principalmente del orden exclusivamente visual. (De ahí que comisarios que no comisarían exposiciones sino que están involucrados en otros tipos de mediación parezcan más invisibles).
Es decir, el excedente productivo de esa actividad que es “comisariar,” estaría en su necesaria división, estratificación y segmentación. En el magma de la esfera pública.
Esta evaporización de la fuerza productiva del comisario a las que aquí aludo, dejaría sus huellas en los propios cuerpos de aquellos/as trabajadores de la mediación artística y cuyo efecto más inmediato es una continua sensación de falta, carencia o insatisfacción.
La compensación a esta insatisfacción casi ontológica o ansiedad crónica se traduciría en un deseo de hacer más y más, de actividad frenética. Especulando un poco más, y a la luz de algunos casos concretos, podríamos decir que sólo en esta repetición agonística podremos hallar los rasgos de la necesidad autoafirmativa y la auto-creación personal en el comisario y no tanto en el contenido de esta o aquella exposición. Consecuencia de este síndrome son es el incremento de la velocidad.
Hoy en día, la labor del comisariado ha sufrido una aceleración tal que sus efectos redundan en un nivel de profesionalización y especialización de la gestión de recursos inimaginables en el pasado. La espontaneidad ha dejado paso a la competencia y la carrera desenfrenada, la territorialización, el exclusivismo y cierto antagonismo demagógico.
Efectos todos estos, del alto grado de codificación de la ideología neo-liberal o, para ser más exactos, consecuencias del triunfo del capitalismo tardío en el terreno del arte contemporáneo. No supondría ninguna perogrullada decir que, el capitalismo ha encontrado en la figura del comisario independiente su mejor embajador.
No obstante, el sueño de la borradura de las divisiones culturales del trabajo debería estar en la agenda de cualquier artista o productor cultural que se pretenda crítico o progresista.
Es una exageración, sin duda, decir que una vez que la exposición ha sido realizada, el comisario no se queda con nada para sí, al margen de cuotas de respetabilidad y un salario bien ganado, aunque la gran cuestión está en ver cómo la subjetividad es inoculada en el pensamiento de los artistas y en el ambiente expositivo. A este respecto las fricciones, las imperfecciones y los ruidos son a veces más relevantes que los comisariados perfectos o de guante blanco.
Su labor como facilitador/a, mediador/a, catalizador/a, informador/a está asentada en un pragmatismo donde difícilmente es posible contemplar la total revolución del sistema o el cambio, como por otra parte se le atribuye a la izquierda más radical, sino más bien en la re-organización y trabajo de base. A pesar de que la fantasía de poner patas arriba el sistema del arte anime a comisarios que se pretenden más innovadores, la realidad cotidiana de la vida institucional nos muestra que su espíritu es simple reformismo, que no es poco. Existe la necesidad de que los curators trabajando en instituciones sean conciliadores.
Reforma y comisariado van juntos de la mano y lejos de constituir un binomio negativo se trata de su raison d’être más productiva y provechosa socialmente a medio-largo plazo.
Es quizás por ello que ha ido saliendo a escena un hartazgo manifiesto en cuanto al rol que el comisario ejerce (en tanto que “independent curator” y cuyos modelos más representativos tenemos todos en mente) en ciertos ambientes artísticos anclados en una supuesta herencia izquierdista radical cuyo pensamiento es la deslegitimación del comisario, la negación de su figura y todo lo que representa, como si de un emisario del capitalismo opresor se tratara. Ejemplos de estos dos casos, tanto la celebrada del independent curator y comisario networker, como su opuesto, es decir, la negación del comisario y su sustitución por otros términos como “productor cultural” o “investigador” están bien identificados en el contexto del arte en España. Parece como si no existieran términos medios o posibilidades para escapar a esta polaridad asfixiante en nuestro país.
No es fácil producir criticismo en un entorno donde abundan los Ferrero Rochers o en un contexto donde la metáfora del “traje del emperador” es la norma habitual.
Siguiendo con las relaciones público / privado, recientemente comentaba con otra persona que la escritura (incluso en el ejercicio de la crítica) es el desnudamiento del yo más absoluto, es como una exposición de la desnudez del autor en la plaza pública, como adentrarse en un circo romano y esperar a ser devorado por las fieras. Los conflictos de esa persona con la escritura no coincidían con su posición con el comisariado, más asumible en cuando los pudores de uno. Mientras tanto hablábamos de una tercera persona cuya patología era el caso contrario, pues podía escribir y publicar regularmente, ocultando su yo una vez accionado el botón SEND mientras que el mero hecho de comisariar una exposición le producía una sensación esquizoide difícil de superar.
La pregunta que emerge aquí es ¿es más público comisariar que paradójicamente “publicar” o viceversa? ¿Qué es más íntimo?
Unas sobredosis de ánimo deconstructivo no vendría aquí nada mal. Derrida nos dice que la deconstrucción no es más que eso, performativizar estas diferencias entre lo privado y lo público y hacerlas visibles.5
Mientras que tradicionalmente (y de manera reaccionaria) se proyecta una visión de la tarea del artista como perteneciente a la esfera de lo privado, sin reparar en que gran parte del legado crítico se lo debemos a artistas que incorporan el criticismo en su propia práctica, (de Donald Judd a Andrea Fraser por poner dos ejemplos) y la del curator perteneciente a la de lo público, aquí me gustaría romper los tabúes y reivindicar ciertas actitudes borderline tanto en los roles como en las prácticas. Como dice Slavoj Zizek, contradiciendo a Rorty, “la separación de lo público y lo privado no se produce sin antes dejar ciertos rastros.”6
¿A qué clase de punto sin retorno nos conduce el argumento de que el rol del curator pertenece exclusivamente a la esfera de lo público mientras que el artista pertenece a la esfera de lo privado? Semejante argumentación nos haría pensar en la erotización del trabajo del comisario y la erotización de la labor del crítico sin tener que fetichizarlas.
Estos rastros a los que alude Zizek pueden ser descritos como tendencias políticas antagónicas. Lo que aquí nos interesa es el establecimiento de un paralelismo que, como si de una boutade se tratase, intenta equiparar una situación liberal-pragmatista con el rol del comisario, mientras el crítico mantiene una resistencia negativa-deconstructiva. La figura del curator sería el efecto de un contexto altamente liberal mientras que el crítico permanecería dentro de la esfera izquierdista o de tradición marxista.
Si el curator está próximo al pragmatismo (pongamos el caso de un Richard Rorty o un Habermas) y el crítico a una clase de análisis de corte marxista (pongamos el caso de un Fredric Jameson), entonces la tensión entre el curator y el crítico debe producirse de manera ineludible en cualquiera de los ámbitos de trabajo.
Las preguntas que surgen aquí son: ¿Cuál es, en el estado actual del discurso artístico, el espacio de subjetividad que artistas, curators y críticos comparten al margen, pongamos el caso, de los efectos del mercado y en el medio de las políticas institucionales?
¿Puede haber un lugar compartido más allá de la división en el sistema de la producción que cada uno de estos roles conlleva? La resistencia a la teoría que ya preconizara Paul de Man tiene hoy en día en el contexto del arte su campo de lucha y sus ejemplos más palmarios los podemos encontrar en nuestro país con el debate sobre la irrupción de los denominados “estudios visuales” como una corriente teórica desligada de la corriente de October.
Lo complicado y específico de cada caso está en separar y aislar una contradicción de una paradoja, y ésta de una antinomia. Todavía en los 80, en un contexto propiamente norteamericano, la teoría crecía como setas y era imposible para los artistas el crear al margen de una vorágine de re-lecturas francesas y psicoanálisis expandido.
Hoy en día, el marketing corporativo del mercado establece sus fuerzas uniéndolas al nuevo consenso curatorial. El comisariado, al menos en Europa, está empezando a establecerse mediante una conciencia de comunidad, consenso y cierto political correctness que evita el conflicto y cuyo poder conduce a una sensación de en-powerment desesperado por parte de la comunidad de artistas. Un modelo de mezcla de admiración/rechazo hacia la figura del comisario empieza a extenderse incluso en las prácticas de los artistas, como si de cierta Crítica Curatorial deudora de la Crítica Institucional se tratara, lo cual lejos de producir buen arte, produce simple crítica mala.
Ejemplos de este modo de crítica basado en el rechazo (en el fondo admiración) son fáciles de encontrar en países del Este y también en grandes capitales. Todo esto junto está conduciendo al crecimiento de la auto-conciencia curatorial o hacia un curating de MCD (o Mínimo Común Denominador) o incluso a cierto over-curating. Efectos de esto son la homogeneización de discursos y la total ausencia de especificidad con el consiguiente empobrecimiento crítico. No es fácil producir criticismo en un entorno donde abundan los Ferrero Rochers o menos en un contexto donde la metáfora del “traje del emperador” es la norma habitual.
Sin pretender que este mismo texto se convierta en una alabanza de la crítica en detrimento del comisariado, y lejos de la falsa nostalgia que la falta de una crítica fuerte nos causa a todos nosotros, lo que debemos reivindicar es una mayor hibridación de las prácticas artísticas.
La función de la crítica estará siempre “beyond recognition” (parafraseando a Craig Owens), sin embargo, el comisario necesita del reconocimiento social y del respeto. No obstante, en una utopía liberal, la autoridad del crítico y la autoridad del comisario mutarían hacia la respetabilidad social.
El artista Liam Gillick distingue el hecho de que el comisariado ha entrado en una fase dinámica y que la mayoría de los que antes eran críticos hoy en día son comisarios al mismo tiempo que su papel en tanto que crítico lo entiende como una voz semi-autónoma que se convierte en débil. Y dice que “los más brillantes, y los más listos, se implican en esta múltiple actividad de ser mediador, productor, interface y neo-crítico.”7
Gillick argumenta que todo gira en base a evacuaciones de un lugar a otro y que esta redefinición de los roles se asemeja a un campo de batalla de la lucha por el espacio crítico donde la idea del periodo moderno tardío de que el artista desarrolla una especie de doble en la figura del crítico ha mutado en una voz comisarial que permanece en paralelo con la del artista.
Un ejemplo paradigmático de paralelismo lo tendríamos en alguien como Donald Judd, para quien escribir crítica de arte no era más que una manera de matar el tiempo. Lo cual nos llevaría a considerar la función crítica como parásito. Esta condición de la crítica de arte, al igual que la deconstrucción como método parasitario, nos llevaría a plantearnos cuestiones del uso del estilo dialéctico, la pereza y la distracción como herramientas de producción. Tanto el placer de leer crítica como la pereza que lo acompañan lo encontraremos tanto en su ejercicio como en la parte del lector. Yendo un poco más allá del caso de Judd lo que éste nos demostraría es que no existe tanta diferencia entre leer y escribir y que todos aquellos que leen ese género que llamamos crítica acabaran incorporándolo a su propio cuerpo de trabajo.
Otro aspecto a tener en cuenta está en que la expansión del comisariado coincidiría aquí con la expansión del multiculturalismo como ideología principal, sustituyendo la anterior tarea de la teoría crítica de raíces próximas a la Escuela de Frankfurt.
El multiculturalismo, con sus luchas que giran sobre los derechos de las minorías, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de reconocimiento social vendrían a validar la homogeneidad del capitalismo como sistema mundial.
Slavoj Zizek ha detectado esta equivalencia entre multiculturalismo y capitalismo cuando afirma que en “la problemática del multiculturalismo que se impone hoy –la existencia híbrida de mundos culturalmente diversos- es el modo en que se manifiesta la problemática opuesta: la presencia masiva del capitalismo como sistema mundial universal. Dicha problemática multiculturalista da testimonio de la homogeneización sin precedentes del mundo contemporáneo.”8 Como ejercicio de lectura podemos coger dos ejemplos y leerlos en paralelo con la frase que acabamos de citar. Un ejemplo es el libro FILES que el MUSAC publicó como promoción del museo con motivo de la feria ARCO 04 y donde yo mismo colaboré comisarialmente.
El siguiente ejemplo deberemos leerlo en paralelo con la cita de Zizek que viene a continuación, este ejemplo, estará en la celebrada figura del comisario como idealista free-lance que tiene en los aeropuertos su habitat o ecosistema cotidiano.
“La actitud liberal ‘políticamente correcta’ que se percibe a sí misma como superadora de las limitaciones de su identidad étnica (ser ‘ciudadano del mundo’ sin ataduras a ninguna comunidad étnica en particular), funciona en su propia sociedad como un estrecho círculo elitista, de clase media alta, que se opone a la mayoría de la gente común, despreciada por estar atrapada en los reducidos confines de su comunidad o etnia.”9
El sistema del arte se sostiene gracias a un esquema de alianzas institucionales y profesionales entre agentes varios, donde la sintonía en materia de política cultural o ideológica no siempre es su motor principal, sino más bien éstas son de corte meramente libidinal o de simpatías variadas. Este sistema no encarnaría sino a un pensamiento de corte liberal-pragmático.
Las instituciones más progresistas en cuanto a estructura y contenidos son a día de hoy las gobernadas por izquierdistas capaces de ser habilidosos y soportar las cantidades de poder e impotencia que poseen los sistemas burocráticoadministrativos.
A estas alturas, la extendida cultura de la queja y denuncia no nos conduciría sino a un callejón sin salida por mucho que continuamente miremos de reojo a la promesa de que fuera, en el exterior, las cosas están más avanzadas. Falsa promesa.
La tarea del comisario también está rodeada de lo indecidible. Cualquiera que sea la decisión que el comisario adopte, sea correcta o incorrecta, ésta estará atravesada de manera indisociable por la indecibilidad. Lo que pone en evidencia esto es que, por encima de la elección y selección, está la cuestión de la decisión. Esto explicaría el porqué de la abierta participación de comisarios progresistas o de izquierdas en programas o proyectos en los que aparentemente no debieran participar o sorprende que participen.
Esto no es algo que debiéramos denominar como corrección política sino que participa de lleno de la lógica de la indecibididad. ¿Cuál es la buena decisión, entonces, declinar participar con la violencia inherente de un no como respuesta o aceptar las reglas de juego y decir sí? ¿Cuál es la opción más radical?
Lo indecidible lleva a la cuestión de los espacios de no-afirmación.
Una izquierda de corte activista, pero amparada en su propia resistencia y en la creación de “lobbies”, sugeriría que estos espacios de no-afirmación son reaccionarios.
El curator no puede decir ‘no.’ El comisario sólo puede decir ‘sí.’ Este espacio de no-afirmación es lo que Derrida llama indecidibilidad.10
Sin embargo, el gesto de izquierdas -siguiendo una vez más a Zizek- en el comisario también estaría en esta suspensión del marco moral abstracto lo que viene a ser lo mismo que la indecidibilidad. De ahí la paradoja y el rechazo que genera la definición del curator como selector o new selector, como si comisariar fuera una mera cuestión de selección, gusto o simple decisión afirmativa. En teoría política, la indecidibilidad y la decisión son dos elementos que se atraen y se repelen. Es en esta paradoja que Ernesto Laclau dice sobre la decisión que: “La condición de posibilidad de algo es también su condición de “Lo indecidible no es meramente la oscilación o la tensión entre dos decisiones; es la experiencia de aquello que, aunque heterogéneo, extraño al orden de lo calculable y de la regla, aún está obligado –es de obligación de lo que debemos hablar- a rendirse a la decisión imposible, a la vez que toma en cuenta la ley y las reglas. Una decisión que no pasara por la dura prueba de lo indecidible no sería una decisión libre, sería solamente la aplicación o el despliegue programable de imposibilidad. Al decidir dentro de un terreno indecidible estoy ejerciendo un poder que es, sin embargo, la condición misma de mi libertad.”11
La violencia de decir “no” está siempre presente y es una de las posibilidades a la hora de tomar cualquier decisión de trabajo a la vez que cuestiones vinculadas a las esferas de lo mainstream y lo alternativo tienen en este “no” su piedra de toque.
De ahí que tanto curators como críticos podemos aprender de modelos críticos puestos en marcha por los artistas como en el caso de los noruegos Gardar Eide Einarsson y Matias Faldbakken cuyo trabajo en campos tan diversos como la edición, la escritura, la escultura social y el activismo, pone en interrogación las divisiones laborales que estamos mencionando al mismo tiempo que cuestionan performativamente el participar o no participar en un sistema que rechazan y a la vez necesitan.
Si para alguien como Terry Eagleton “la principal misión del crítico marxista es participar activamente en la emancipación cultural de las masas y ayudar a dirigirla. Organizar talleres de escritores, estudios de artistas y teatro popular; transformar el aparato cultural y educacional; las actividades de diseño y arquitectura públicas; una preocupación por la calidad de la vida cotidiana desde el discurso público hasta el “consumo” doméstico,”12 entonces la conciencia de resistencia que emerge de esta afirmación sólo puede contrastar con lo inevitable de esta otra gran frase de Fredric Jameson, quién al comienzo de su fulgurante Las semillas del tiempo escribiera que: “Parece que hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo: puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación.”13
El curator va cavando un vacío detrás de sí mientras la división del trabajo en la cadena productiva del arte sigue su marcha in crescendo. Mientras tanto, la fuerza de una espiral lo arrastra hacia un vacío liberal, hacia la contingencia absoluta.
Esto es lo mismo que validar una línea de pensamiento que argumenta que el mundo no necesita construirse sobre los cimientos de la utopía futura sino sobre la base de un pragmatismo liberal.
Sin embargo dentro del comisariado sin duda hay una tendencia hacia el pragmatismo y también una tendencia hacia la utopía. Es en el cruce de este pragmatismo con una visión utópica de la práctica artística donde se puede producir el cortocircuito. Pero como solución temporal sólo podemos reivindicar que los curators escriban más y los críticos comisarien más.
NOTAS
1 J.J. Charlesworth. The Dysfunction of Criticism. Art Monthly # 269. 09-03. pp.1-4. Este texto es la
continuación a otro publicado sobre la crítica de arte por Michael Archer en la misma revista (AM264) a la que continúan discusiones por críticos como Matthew Arnatt o Alex Coles.
2 The Present Conditions of Art Criticism. October nº 100. Spring, 2002.
3 Ibid. Pág. 219
4 Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Ed. Paidós. Barcelona. 1991.
5 Jacques Derrida. Notas sobre deconstrucción y pragmatismo. En “Deconstrucción y Pragmatismo”. Chantal Mouffe (comp.) Editorial Paidós. Buenos Aires. 1998.
6 Slavoj Zizek, Mirando al sesgo. Editorial Paidós. Buenos Aires. 2000. pp. 259-263
7 Liam Gillick en conversación con Saskia Bos. En Modernity Today. De Appel Reader. # 1. Ámsterdam, 2004.
8 Slavoj Zizek, Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo tardío. En “Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo.” Eduardo Grüner (comp.) Ed. Paidos, Buenos Aires, 1998. Pág. 176
9 Ibid. Pág. 179
10 Jacques Derrida. Fuerza de Ley. La fundación mística de la autoridad. Ed. Tecnos. Madrid. 2002.
11 Ernesto Laclau. Deconstrucción, pragmatismo, hegemonía. En “Deconstrucción y Pragmatismo.” Chantal Mouffe (comp.) Editorial Paidós. Buenos Aires. 1998. Pág. 108
12 Terry Eagleton, Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria. Editorial Cátedra, Colección Teorema. 1998. Pág. 152.
13 Fredric Jameson. Las semillas del tiempo. Editorial Trotta. Madrid. 2000. Pág. 11
Peio Aguirre es crítico de arte y comisario de exposiciones.
a-desk.org
Un recurrente cliché en el lenguaje comisarial y crítico hoy en día consiste en despachar cierto conglomerado discursivo a la hora de hablar de una obra o artista con el par privado versus público sin detenerse con más detalle en cada una de estas dos categorías.
A la luz de los cambios producidos en las lógicas de la producción, esta revisión de categorías estancas acerca de lo privado / público (no tanto en su aplicación a los obras de arte, sino a los roles que artistas, comisarios y crítica adoptan en el reparto laboral de la cadena productiva) se hace más necesaria que nunca. En el contexto actual, esta tríada (artistas, críticos y comisarios) nos asegura como mínimo que sea imposible referirse a cada una de ellas evitando u obviando las otras dos. Como trasfondo de esta cadena y acto seguido, se encontraría el mercado, con sus agentes reguladores, y también las instituciones públicas, también con sus propios mediadores igualmente reformadores, como si la competencia entre las esferas públicas y privadas del arte se hubieran enzarzado en una ridícula disputa por saber quién ejerce una mayor autoridad moral o criticismo.
Pero, si nos es más o menos fácil plantear la pregunta ¿qué sería de una crítica que no reflexiona adecuadamente sobre su propio campo de actividad? entonces, ¿cómo no reflexionar sobre la urgente redefinición del rol del comisario? Nadie negará que, si ha habido un cambio sustancial en el ámbito artístico en los últimos, pongamos diez años, éste lo encontraremos en el ascenso y emergencia de la figura del comisario. Otra característica de este cambio estará en que esta nueva presencia, lejos de considerarse como un quebrantamiento de la ley, (del mercado, de los poderes, de los roles definidos o de los discursos) ha venido a ser celebrada o progresivamente asimilada por las partes interesadas en el mantenimiento del status quo o en el resurgimiento de una vocación vacante hasta entonces, el semi-profesional amante del arte convertido en mediador.
Lo que merece ser destacado es que, a día de hoy, parece imposible separar o hablar de la función de la crítica sin, inmediatamente, referirse al rol del comisario. Es cierto también que, cada vez es más difícil encontrar críticos puros en el contexto del arte y que casi todos ellos/as comisarían. Sin embargo, de manera opuesta, es conocido el caso de críticos que según van subiendo o aceptando encargos -o incluso puestos institucionales- progresivamente dejan de escribir reseñas en revistas y periódicos (como si éstos fueran una especie de género menor) al mismo tiempo que miran con recelo aquello que se escribe sobre su práctica curatorial. Las razones de esto son tanto económicas como de orden moral.
La fantasía de la necesidad que tenemos de dotarnos de una critica fuerte persiste, entre críticos y comisarios; confundida muchas veces con el impulso adolescente que supone poner en marcha una revista.
Mientras que escribir reseñas o artículos reporta cantidades ínfimas de dinero, tal y como está el sector editorial, el comisariado está revalorizándose a pasos agigantados. Sólo hay que ver las tarifas de las instituciones dedicadas a pagar a los contribuidores textuales y los honorarios del comisariado, aún manteniendo las proporciones del trabajo realizado en cada uno de los casos. Esta situación, ha conducido a una manifiesta situación de crisis en las formas en las que se escribe sobre arte, mientras la fantasía de la necesidad que tenemos de dotarnos de una critica fuerte persiste, entre críticos y comisarios, aunque difícilmente se realice algo efectivo al respecto. Esta fantasía, confundida muchas veces con el impulso adolescente que supone poner en marcha una revista, es compartida por críticos y comisarios a lo largo y ancho del mundo.
A este respecto, el crítico literario marxista Terry Eagleton dice en su libro de memorias, (El Portero. Ed. Debate, 2004) un tanto irónicamente, que cuando un izquierdista está sumido en una crisis lo primero que hace, casi como acto reflejo, es o sacar una revista o convocar un congreso. Sin embargo es un hecho que el comisariado parece situarse en una tendencia ascendente de crecimiento y la crítica parece encogerse de manera galopante. Otra de las diferencias que surgen aquí es la distinción entre un género llamado “crítica de arte” y otro denominado genéricamente como “escritura sobre arte.” En su artículo de Art Monthly el artista y crítico J.J. Charlesworth plantea esta disyuntiva al mismo tiempo que menciona que siempre que cíclicamente se menciona una “crisis del arte” lo que este diagnóstico vendría a revelar es la pérdida de autoridad de los valores de los que se disfrutaba previamente a la hora de escribir y analizar el arte1.
Así, este síntoma de una crisis en la crítica ha sido ya detectado y puesto en las manos de “curadores,” hasta el punto de haberse creado iniciativas del estilo de The Institute of Art Criticism en la Frankfurt's Staedelschule, (no podía ser en otra ciudad) fundada en el 2003 por su director Daniel Birnbaum y por la Text Zur Kunst Isabelle Graw. Seminarios del tipo The Power of Criticism con los October-fellows tienen lugar allí.
A este respecto me gustaría traer al debate una mesa redonda que tuvo lugar en dicha revista en diciembre 2001 donde nada más comenzar se citaba Crisis and Criticism de Paul de Man, donde éste establece que los dos, la crisis y la crítica, van a menudo juntos de la mano y a menudo de manera productiva. De Man proclama que está en la naturaleza o en la lógica estructural de la crítica misma el estar en un estado perpetuo de “crisis.”2
Las razones de esta crisis son múltiples según los participantes, pero resumiendo quizás la principal razón se situaría en la absorción de espacios para la crítica por el mercado y la consiguiente esterilización de la crítica como simple placebo (Buchloh dixit) sin una función social real. A esto habría que añadir la heterogeneidad de formas en la cuales la crítica hace su aparición, desde el modelo belletrístico (como una escritura que no aspira a ser literatura pero que “es” sin duda una forma literaria, un poco a lo David Hickey y próxima a lo que Charlesworth llama “escritura de arte”) y otra con un mayor contenido discursivo, amén de las diferencias estructurales que surgen de una crítica en revistas, periódicos y otra en catálogos de artistas e institucionales por lo que cualquier intento de crítica debería ser, en primera instancia, una práctica sitespecific, o lo que viene a ser lo mismo, escribir teniendo en mente al lector potencial y jugar con ello de manera positiva. Esto significa en términos generales cambiar o variar los modos de escritura, alterar las velocidades y permanecer siempre fresco, flexible y dispuesto.
Esto nos haría reconsiderar los lugares donde se ejercería la teoría crítica o la crítica de arte, pues es bien sabido por todos nosotros que gran parte de los ensayos fundamentales aparecen en catálogos de instituciones más que en revistas especializadas.
Esto no justificaría, en ningún caso, los casos de mala escritura crítica cuando habitualmente los críticos se apartan de su voz habitual y simplemente ensayan mala literatura belletrística.
Otras reflexiones que emergen en el debate de October se situarían en la caída de la figura del crítico en cuanto a figura pública que ejerce una opinión sobre lo que “hay que mirar” o simplemente decir: “Ojo, esto es importante.” Esta función está cambiando y ya no corresponde a la crítica sino más bien a la figura del “experto.” Éste es el que ejerce poder de cara a los museos y el mercado. Hay cierto consenso entre los más jóvenes (George Baker, Helen Molesworth ) en indicar que los curators hacen obsoletos a los críticos, o que los primeros han desplazado la crítica y el poder y la función de la crítica.
El capitalismo ha encontrado en la figura del comisario independiente su mejor embajador.
Andrea Fraser por su parte indica que ella no ve como separadas el desarrollo de la crítica de una práctica artística sino que más bien contempla la crítica como una práctica artística en sí misma o una forma de arte más. Es decir, como algo orgánicamente vinculado, lo cual reclama cierta conciencia de site-specificity a la hora de escribir que indicaría que el crítico tiene en mente a la audiencia a la que va dirigido el texto y es consciente de que cada medio y contexto es singular y particular, lo que exige una multiplicidad de voces y registros aplicados a cada situación. Este argumento encuentra defensa en Robert Storr mientras que es insuficiente para Benjamin Buchloh, más partidario del todo o nada en cuanto a la manera de ejercer la crítica. Una pregunta que emerge de contemplar la crítica como actividad artística, con la consiguiente ampliación del término “artista”, estaría en ¿podrían los curators contemplar su actividad de una manera similar? La tesis de que la figura del curator ha estratificado y fragmentado aún más la esfera del arte es discutible y al mismo tiempo argumentable. Sin embargo, las relaciones entre críticos y curators apenas son estudiadas o comparadas, mientras que en los últimos años hemos asistido a gran cantidad de textos y estudios donde el curator es (casi siempre de manera ultra-optimista) visto como la nueva figura crítica. Un poco de críticismo aplicado a lo que se está convirtiendo el “curating” no nos vendría nada mal a ninguno de los que intentamos producir discurso crítico, escribiendo, comisariando o inmersos en prácticas híbridas y colectivas.
En esa mesa redonda Helen Molesworth habla de que “el curator contemporáneo es ahora alguien que busca nuevo talento, no alguien que espera conseguir la información de algún otro lugar. Me pregunto si parte de la ansiedad sentida aquí por parte de los críticos –y ahora hablo como crítica y no como curator– es que la voz del crítico no es escuchada de la misma manera en el espacio del museo (…) Ahora el museo está deseando, eso parece, validar más arte, y validarlo más rápido que nunca antes. Esto crea una crisis de juicio, de la formación de cánones, tanto para la crítica como para la historia del arte.”3 A nadie se le escapa que en la década de los 80, los comisarios de exposiciones eran mayoritariamente críticos o académicos universitarios. Apenas había comisarios que no fuesen críticos.
Ahora, con la separación o bifurcación de estas dos tareas decisivas dentro del sistema de producción estas dos figuras pueden entrar en tensión. Lo que hoy en día nadie pone en duda es que la usurpación por parte del comisario del rol que anteriormente estaba reservado casi exclusivamente a la figura del crítico lanza la cuestión del renovado interés por el retorno de la corriente de pensamiento pragmatista-liberal. Esto equivale, según Richard Rorty, a que las esferas públicas y privadas deben permanecer separadas. Las necesidades de auto-creación personal (lo que equivale a lo privado) y el ejercicio de la política (lo que equivale a lo público) deben de mantenerse cada una en su propio ámbito, lo que viene a sugerir debemos intentar alcanzar la “excelencia poética” los fines de semana, mientras que el resto de los días la acción social debe recaer en la búsqueda del bien común de todos. Cuando estas dos esferas se mezclan, como resultado de la envidia, el egoísmo o el subjetivismo individualista, los resultados son desastrosos para la política. Esta división, por otra parte, lo que garantizaría es, como buen pensamiento de corte liberal, la libertad individual, el respeto por la profesión, la protección de la subjetividad y el individualismo necesario para buscar la expansión dentro del sistema.4
Esto conlleva, según Rorty, y de manera polémica a considerar a Derrida como un filósofo irrelevante para la política y a su vez como el más grande de los pensadores-artistas-literatos.
En mi opinión, y en un ejercicio de maximalización, el trabajo del comisario se mantendría en un principio ligado mayormente a la esfera pública, pues su trabajo, aún perteneciéndole, y habiendo sin duda alguna trasvase de subjetividad, queda diluido en lo público. El horizonte de esta disolución la conforma primero su propia subjetividad en tanto que agente / mediador / productor, pero también la institución y su burocracia, las políticas culturales de la administración, las horas de gestión, la base económica (tanto su sueldo como los presupuestos), el espacio arquitectónico, los discursos imperantes del momento, la mediación en todos sus frentes (mediáticos, comunicativos y networks), los/las artistas (sobre todo) las obras, la segunda literatura o escritura crítica, el conflicto y finalmente el espectador, la audiencia o el sujeto receptor de la experiencia.
Resumiendo, el contexto, como una superestructura discursiva, engulliría la fuerza productiva del comisario y la devolvería transformada, licuada, tamizada en una experiencia principalmente del orden exclusivamente visual. (De ahí que comisarios que no comisarían exposiciones sino que están involucrados en otros tipos de mediación parezcan más invisibles).
Es decir, el excedente productivo de esa actividad que es “comisariar,” estaría en su necesaria división, estratificación y segmentación. En el magma de la esfera pública.
Esta evaporización de la fuerza productiva del comisario a las que aquí aludo, dejaría sus huellas en los propios cuerpos de aquellos/as trabajadores de la mediación artística y cuyo efecto más inmediato es una continua sensación de falta, carencia o insatisfacción.
La compensación a esta insatisfacción casi ontológica o ansiedad crónica se traduciría en un deseo de hacer más y más, de actividad frenética. Especulando un poco más, y a la luz de algunos casos concretos, podríamos decir que sólo en esta repetición agonística podremos hallar los rasgos de la necesidad autoafirmativa y la auto-creación personal en el comisario y no tanto en el contenido de esta o aquella exposición. Consecuencia de este síndrome son es el incremento de la velocidad.
Hoy en día, la labor del comisariado ha sufrido una aceleración tal que sus efectos redundan en un nivel de profesionalización y especialización de la gestión de recursos inimaginables en el pasado. La espontaneidad ha dejado paso a la competencia y la carrera desenfrenada, la territorialización, el exclusivismo y cierto antagonismo demagógico.
Efectos todos estos, del alto grado de codificación de la ideología neo-liberal o, para ser más exactos, consecuencias del triunfo del capitalismo tardío en el terreno del arte contemporáneo. No supondría ninguna perogrullada decir que, el capitalismo ha encontrado en la figura del comisario independiente su mejor embajador.
No obstante, el sueño de la borradura de las divisiones culturales del trabajo debería estar en la agenda de cualquier artista o productor cultural que se pretenda crítico o progresista.
Es una exageración, sin duda, decir que una vez que la exposición ha sido realizada, el comisario no se queda con nada para sí, al margen de cuotas de respetabilidad y un salario bien ganado, aunque la gran cuestión está en ver cómo la subjetividad es inoculada en el pensamiento de los artistas y en el ambiente expositivo. A este respecto las fricciones, las imperfecciones y los ruidos son a veces más relevantes que los comisariados perfectos o de guante blanco.
Su labor como facilitador/a, mediador/a, catalizador/a, informador/a está asentada en un pragmatismo donde difícilmente es posible contemplar la total revolución del sistema o el cambio, como por otra parte se le atribuye a la izquierda más radical, sino más bien en la re-organización y trabajo de base. A pesar de que la fantasía de poner patas arriba el sistema del arte anime a comisarios que se pretenden más innovadores, la realidad cotidiana de la vida institucional nos muestra que su espíritu es simple reformismo, que no es poco. Existe la necesidad de que los curators trabajando en instituciones sean conciliadores.
Reforma y comisariado van juntos de la mano y lejos de constituir un binomio negativo se trata de su raison d’être más productiva y provechosa socialmente a medio-largo plazo.
Es quizás por ello que ha ido saliendo a escena un hartazgo manifiesto en cuanto al rol que el comisario ejerce (en tanto que “independent curator” y cuyos modelos más representativos tenemos todos en mente) en ciertos ambientes artísticos anclados en una supuesta herencia izquierdista radical cuyo pensamiento es la deslegitimación del comisario, la negación de su figura y todo lo que representa, como si de un emisario del capitalismo opresor se tratara. Ejemplos de estos dos casos, tanto la celebrada del independent curator y comisario networker, como su opuesto, es decir, la negación del comisario y su sustitución por otros términos como “productor cultural” o “investigador” están bien identificados en el contexto del arte en España. Parece como si no existieran términos medios o posibilidades para escapar a esta polaridad asfixiante en nuestro país.
No es fácil producir criticismo en un entorno donde abundan los Ferrero Rochers o en un contexto donde la metáfora del “traje del emperador” es la norma habitual.
Siguiendo con las relaciones público / privado, recientemente comentaba con otra persona que la escritura (incluso en el ejercicio de la crítica) es el desnudamiento del yo más absoluto, es como una exposición de la desnudez del autor en la plaza pública, como adentrarse en un circo romano y esperar a ser devorado por las fieras. Los conflictos de esa persona con la escritura no coincidían con su posición con el comisariado, más asumible en cuando los pudores de uno. Mientras tanto hablábamos de una tercera persona cuya patología era el caso contrario, pues podía escribir y publicar regularmente, ocultando su yo una vez accionado el botón SEND mientras que el mero hecho de comisariar una exposición le producía una sensación esquizoide difícil de superar.
La pregunta que emerge aquí es ¿es más público comisariar que paradójicamente “publicar” o viceversa? ¿Qué es más íntimo?
Unas sobredosis de ánimo deconstructivo no vendría aquí nada mal. Derrida nos dice que la deconstrucción no es más que eso, performativizar estas diferencias entre lo privado y lo público y hacerlas visibles.5
Mientras que tradicionalmente (y de manera reaccionaria) se proyecta una visión de la tarea del artista como perteneciente a la esfera de lo privado, sin reparar en que gran parte del legado crítico se lo debemos a artistas que incorporan el criticismo en su propia práctica, (de Donald Judd a Andrea Fraser por poner dos ejemplos) y la del curator perteneciente a la de lo público, aquí me gustaría romper los tabúes y reivindicar ciertas actitudes borderline tanto en los roles como en las prácticas. Como dice Slavoj Zizek, contradiciendo a Rorty, “la separación de lo público y lo privado no se produce sin antes dejar ciertos rastros.”6
¿A qué clase de punto sin retorno nos conduce el argumento de que el rol del curator pertenece exclusivamente a la esfera de lo público mientras que el artista pertenece a la esfera de lo privado? Semejante argumentación nos haría pensar en la erotización del trabajo del comisario y la erotización de la labor del crítico sin tener que fetichizarlas.
Estos rastros a los que alude Zizek pueden ser descritos como tendencias políticas antagónicas. Lo que aquí nos interesa es el establecimiento de un paralelismo que, como si de una boutade se tratase, intenta equiparar una situación liberal-pragmatista con el rol del comisario, mientras el crítico mantiene una resistencia negativa-deconstructiva. La figura del curator sería el efecto de un contexto altamente liberal mientras que el crítico permanecería dentro de la esfera izquierdista o de tradición marxista.
Si el curator está próximo al pragmatismo (pongamos el caso de un Richard Rorty o un Habermas) y el crítico a una clase de análisis de corte marxista (pongamos el caso de un Fredric Jameson), entonces la tensión entre el curator y el crítico debe producirse de manera ineludible en cualquiera de los ámbitos de trabajo.
Las preguntas que surgen aquí son: ¿Cuál es, en el estado actual del discurso artístico, el espacio de subjetividad que artistas, curators y críticos comparten al margen, pongamos el caso, de los efectos del mercado y en el medio de las políticas institucionales?
¿Puede haber un lugar compartido más allá de la división en el sistema de la producción que cada uno de estos roles conlleva? La resistencia a la teoría que ya preconizara Paul de Man tiene hoy en día en el contexto del arte su campo de lucha y sus ejemplos más palmarios los podemos encontrar en nuestro país con el debate sobre la irrupción de los denominados “estudios visuales” como una corriente teórica desligada de la corriente de October.
Lo complicado y específico de cada caso está en separar y aislar una contradicción de una paradoja, y ésta de una antinomia. Todavía en los 80, en un contexto propiamente norteamericano, la teoría crecía como setas y era imposible para los artistas el crear al margen de una vorágine de re-lecturas francesas y psicoanálisis expandido.
Hoy en día, el marketing corporativo del mercado establece sus fuerzas uniéndolas al nuevo consenso curatorial. El comisariado, al menos en Europa, está empezando a establecerse mediante una conciencia de comunidad, consenso y cierto political correctness que evita el conflicto y cuyo poder conduce a una sensación de en-powerment desesperado por parte de la comunidad de artistas. Un modelo de mezcla de admiración/rechazo hacia la figura del comisario empieza a extenderse incluso en las prácticas de los artistas, como si de cierta Crítica Curatorial deudora de la Crítica Institucional se tratara, lo cual lejos de producir buen arte, produce simple crítica mala.
Ejemplos de este modo de crítica basado en el rechazo (en el fondo admiración) son fáciles de encontrar en países del Este y también en grandes capitales. Todo esto junto está conduciendo al crecimiento de la auto-conciencia curatorial o hacia un curating de MCD (o Mínimo Común Denominador) o incluso a cierto over-curating. Efectos de esto son la homogeneización de discursos y la total ausencia de especificidad con el consiguiente empobrecimiento crítico. No es fácil producir criticismo en un entorno donde abundan los Ferrero Rochers o menos en un contexto donde la metáfora del “traje del emperador” es la norma habitual.
Sin pretender que este mismo texto se convierta en una alabanza de la crítica en detrimento del comisariado, y lejos de la falsa nostalgia que la falta de una crítica fuerte nos causa a todos nosotros, lo que debemos reivindicar es una mayor hibridación de las prácticas artísticas.
La función de la crítica estará siempre “beyond recognition” (parafraseando a Craig Owens), sin embargo, el comisario necesita del reconocimiento social y del respeto. No obstante, en una utopía liberal, la autoridad del crítico y la autoridad del comisario mutarían hacia la respetabilidad social.
El artista Liam Gillick distingue el hecho de que el comisariado ha entrado en una fase dinámica y que la mayoría de los que antes eran críticos hoy en día son comisarios al mismo tiempo que su papel en tanto que crítico lo entiende como una voz semi-autónoma que se convierte en débil. Y dice que “los más brillantes, y los más listos, se implican en esta múltiple actividad de ser mediador, productor, interface y neo-crítico.”7
Gillick argumenta que todo gira en base a evacuaciones de un lugar a otro y que esta redefinición de los roles se asemeja a un campo de batalla de la lucha por el espacio crítico donde la idea del periodo moderno tardío de que el artista desarrolla una especie de doble en la figura del crítico ha mutado en una voz comisarial que permanece en paralelo con la del artista.
Un ejemplo paradigmático de paralelismo lo tendríamos en alguien como Donald Judd, para quien escribir crítica de arte no era más que una manera de matar el tiempo. Lo cual nos llevaría a considerar la función crítica como parásito. Esta condición de la crítica de arte, al igual que la deconstrucción como método parasitario, nos llevaría a plantearnos cuestiones del uso del estilo dialéctico, la pereza y la distracción como herramientas de producción. Tanto el placer de leer crítica como la pereza que lo acompañan lo encontraremos tanto en su ejercicio como en la parte del lector. Yendo un poco más allá del caso de Judd lo que éste nos demostraría es que no existe tanta diferencia entre leer y escribir y que todos aquellos que leen ese género que llamamos crítica acabaran incorporándolo a su propio cuerpo de trabajo.
Otro aspecto a tener en cuenta está en que la expansión del comisariado coincidiría aquí con la expansión del multiculturalismo como ideología principal, sustituyendo la anterior tarea de la teoría crítica de raíces próximas a la Escuela de Frankfurt.
El multiculturalismo, con sus luchas que giran sobre los derechos de las minorías, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de reconocimiento social vendrían a validar la homogeneidad del capitalismo como sistema mundial.
Slavoj Zizek ha detectado esta equivalencia entre multiculturalismo y capitalismo cuando afirma que en “la problemática del multiculturalismo que se impone hoy –la existencia híbrida de mundos culturalmente diversos- es el modo en que se manifiesta la problemática opuesta: la presencia masiva del capitalismo como sistema mundial universal. Dicha problemática multiculturalista da testimonio de la homogeneización sin precedentes del mundo contemporáneo.”8 Como ejercicio de lectura podemos coger dos ejemplos y leerlos en paralelo con la frase que acabamos de citar. Un ejemplo es el libro FILES que el MUSAC publicó como promoción del museo con motivo de la feria ARCO 04 y donde yo mismo colaboré comisarialmente.
El siguiente ejemplo deberemos leerlo en paralelo con la cita de Zizek que viene a continuación, este ejemplo, estará en la celebrada figura del comisario como idealista free-lance que tiene en los aeropuertos su habitat o ecosistema cotidiano.
“La actitud liberal ‘políticamente correcta’ que se percibe a sí misma como superadora de las limitaciones de su identidad étnica (ser ‘ciudadano del mundo’ sin ataduras a ninguna comunidad étnica en particular), funciona en su propia sociedad como un estrecho círculo elitista, de clase media alta, que se opone a la mayoría de la gente común, despreciada por estar atrapada en los reducidos confines de su comunidad o etnia.”9
El sistema del arte se sostiene gracias a un esquema de alianzas institucionales y profesionales entre agentes varios, donde la sintonía en materia de política cultural o ideológica no siempre es su motor principal, sino más bien éstas son de corte meramente libidinal o de simpatías variadas. Este sistema no encarnaría sino a un pensamiento de corte liberal-pragmático.
Las instituciones más progresistas en cuanto a estructura y contenidos son a día de hoy las gobernadas por izquierdistas capaces de ser habilidosos y soportar las cantidades de poder e impotencia que poseen los sistemas burocráticoadministrativos.
A estas alturas, la extendida cultura de la queja y denuncia no nos conduciría sino a un callejón sin salida por mucho que continuamente miremos de reojo a la promesa de que fuera, en el exterior, las cosas están más avanzadas. Falsa promesa.
La tarea del comisario también está rodeada de lo indecidible. Cualquiera que sea la decisión que el comisario adopte, sea correcta o incorrecta, ésta estará atravesada de manera indisociable por la indecibilidad. Lo que pone en evidencia esto es que, por encima de la elección y selección, está la cuestión de la decisión. Esto explicaría el porqué de la abierta participación de comisarios progresistas o de izquierdas en programas o proyectos en los que aparentemente no debieran participar o sorprende que participen.
Esto no es algo que debiéramos denominar como corrección política sino que participa de lleno de la lógica de la indecibididad. ¿Cuál es la buena decisión, entonces, declinar participar con la violencia inherente de un no como respuesta o aceptar las reglas de juego y decir sí? ¿Cuál es la opción más radical?
Lo indecidible lleva a la cuestión de los espacios de no-afirmación.
Una izquierda de corte activista, pero amparada en su propia resistencia y en la creación de “lobbies”, sugeriría que estos espacios de no-afirmación son reaccionarios.
El curator no puede decir ‘no.’ El comisario sólo puede decir ‘sí.’ Este espacio de no-afirmación es lo que Derrida llama indecidibilidad.10
Sin embargo, el gesto de izquierdas -siguiendo una vez más a Zizek- en el comisario también estaría en esta suspensión del marco moral abstracto lo que viene a ser lo mismo que la indecidibilidad. De ahí la paradoja y el rechazo que genera la definición del curator como selector o new selector, como si comisariar fuera una mera cuestión de selección, gusto o simple decisión afirmativa. En teoría política, la indecidibilidad y la decisión son dos elementos que se atraen y se repelen. Es en esta paradoja que Ernesto Laclau dice sobre la decisión que: “La condición de posibilidad de algo es también su condición de “Lo indecidible no es meramente la oscilación o la tensión entre dos decisiones; es la experiencia de aquello que, aunque heterogéneo, extraño al orden de lo calculable y de la regla, aún está obligado –es de obligación de lo que debemos hablar- a rendirse a la decisión imposible, a la vez que toma en cuenta la ley y las reglas. Una decisión que no pasara por la dura prueba de lo indecidible no sería una decisión libre, sería solamente la aplicación o el despliegue programable de imposibilidad. Al decidir dentro de un terreno indecidible estoy ejerciendo un poder que es, sin embargo, la condición misma de mi libertad.”11
La violencia de decir “no” está siempre presente y es una de las posibilidades a la hora de tomar cualquier decisión de trabajo a la vez que cuestiones vinculadas a las esferas de lo mainstream y lo alternativo tienen en este “no” su piedra de toque.
De ahí que tanto curators como críticos podemos aprender de modelos críticos puestos en marcha por los artistas como en el caso de los noruegos Gardar Eide Einarsson y Matias Faldbakken cuyo trabajo en campos tan diversos como la edición, la escritura, la escultura social y el activismo, pone en interrogación las divisiones laborales que estamos mencionando al mismo tiempo que cuestionan performativamente el participar o no participar en un sistema que rechazan y a la vez necesitan.
Si para alguien como Terry Eagleton “la principal misión del crítico marxista es participar activamente en la emancipación cultural de las masas y ayudar a dirigirla. Organizar talleres de escritores, estudios de artistas y teatro popular; transformar el aparato cultural y educacional; las actividades de diseño y arquitectura públicas; una preocupación por la calidad de la vida cotidiana desde el discurso público hasta el “consumo” doméstico,”12 entonces la conciencia de resistencia que emerge de esta afirmación sólo puede contrastar con lo inevitable de esta otra gran frase de Fredric Jameson, quién al comienzo de su fulgurante Las semillas del tiempo escribiera que: “Parece que hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo: puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación.”13
El curator va cavando un vacío detrás de sí mientras la división del trabajo en la cadena productiva del arte sigue su marcha in crescendo. Mientras tanto, la fuerza de una espiral lo arrastra hacia un vacío liberal, hacia la contingencia absoluta.
Esto es lo mismo que validar una línea de pensamiento que argumenta que el mundo no necesita construirse sobre los cimientos de la utopía futura sino sobre la base de un pragmatismo liberal.
Sin embargo dentro del comisariado sin duda hay una tendencia hacia el pragmatismo y también una tendencia hacia la utopía. Es en el cruce de este pragmatismo con una visión utópica de la práctica artística donde se puede producir el cortocircuito. Pero como solución temporal sólo podemos reivindicar que los curators escriban más y los críticos comisarien más.
NOTAS
1 J.J. Charlesworth. The Dysfunction of Criticism. Art Monthly # 269. 09-03. pp.1-4. Este texto es la
continuación a otro publicado sobre la crítica de arte por Michael Archer en la misma revista (AM264) a la que continúan discusiones por críticos como Matthew Arnatt o Alex Coles.
2 The Present Conditions of Art Criticism. October nº 100. Spring, 2002.
3 Ibid. Pág. 219
4 Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Ed. Paidós. Barcelona. 1991.
5 Jacques Derrida. Notas sobre deconstrucción y pragmatismo. En “Deconstrucción y Pragmatismo”. Chantal Mouffe (comp.) Editorial Paidós. Buenos Aires. 1998.
6 Slavoj Zizek, Mirando al sesgo. Editorial Paidós. Buenos Aires. 2000. pp. 259-263
7 Liam Gillick en conversación con Saskia Bos. En Modernity Today. De Appel Reader. # 1. Ámsterdam, 2004.
8 Slavoj Zizek, Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo tardío. En “Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo.” Eduardo Grüner (comp.) Ed. Paidos, Buenos Aires, 1998. Pág. 176
9 Ibid. Pág. 179
10 Jacques Derrida. Fuerza de Ley. La fundación mística de la autoridad. Ed. Tecnos. Madrid. 2002.
11 Ernesto Laclau. Deconstrucción, pragmatismo, hegemonía. En “Deconstrucción y Pragmatismo.” Chantal Mouffe (comp.) Editorial Paidós. Buenos Aires. 1998. Pág. 108
12 Terry Eagleton, Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria. Editorial Cátedra, Colección Teorema. 1998. Pág. 152.
13 Fredric Jameson. Las semillas del tiempo. Editorial Trotta. Madrid. 2000. Pág. 11
Peio Aguirre es crítico de arte y comisario de exposiciones.
a-desk.org
Some questions, some answers. Interview with Barnaby Drabble [Jacob Fabricius]
Jacob Fabricius: How has Curating Degree Zero developed since the seminar in 1998?
Barnaby Drabble: In 1997, Dorothee Richter and I first met to discuss the idea of organising a symposium we were joined by our mutual interest in what we described then as ‘a multitude of new curatorial ideas and experiments’ which appeared to be growing in visibility in the field of contemporary art. The symposium, which we called Curating Degree Zero after Roland Barthes’ text Le Degré zéro de l'écriture, can be seen as part of a broader, concerted effort by curatorial practitioners in the late 1990’s to address two related concerns. Firstly to identify exhibition making as a cultural practice in its own right, and in doing so begin the job of creating a critical vocabulary around the way exhibitions are made. Secondly to pay attention to the important developments exemplified by the work of a growing number of freelance and artist-curators, whose practice seemed so at odds to the ritualised and formulaic exhibition strategies favoured by most institutional curators at that time.
We were by no means alone in our aims at this time, but we were, like others, responding to a real lack of critical discourse about curating and a corresponding dearth of published material. Ute Meta Bauer had, in some way laid down the tracks at the beginning of the decade with her symposium and ensuing publication: A New Spirit in Curating?, which she organised at the Künstlerhaus, Stuttgart in1992. In preparing our symposium we departed from a similar point of questioning, to that which Ute expressed at the Stuttgart meeting:
“As we know, art is a system, and reception, presentation and sale are part of this, not just the work alone. It is important to me to indicate the various factors that lead to our perceiving something as art.”
That part of a curator’s job might be to effect transparency around the meaning-making role of ‘exhibition’ itself appeared to us a key problematic for discussion at that time. It was one that was also being debated intelligently elsewhere: in Switzerland at the Shedhalle, Zürich and Sous-Sol, Geneva, who co-published Hors Sol. Reflexionen zur Ausstellungspraxis/ Reflexions sur la pratique de l'exposition in 1997, in London in the same year, with Anna Harding’s guest-editorship of Art and Design Magazine No 52, entitled Curating the Contemporary Art Museum and Beyond, and in Helsinki at the symposium Stopping the Process?, which was organised by NIFCA in 1998.
So, the publication of the book Curating Degree Zero in 1999 was an addition to an area of discourse which, within the period of a couple of years had rapidly gained in importance. In the ensuing 5 years we were to see an exponential rise in the number of conferences and publications devoted to curating, and in the proportion of those which dealt with freelance and so-called ‘independent’ curating.
Projects by a number of well-known ‘star curators’ aren’t critically interesting, but that the revered ‘few’ appeared to be too frequently asked to ‘represent’ freelance practice as a whole, and with it curatorial experimentalism.
In 2002, Dorothee and I came together again to co-curate an exhibition in Germany. We found ourselves once again in conversation about curated projects we had seen or heard about. Amongst the examples we found the most interesting were lesser known freelance curators working on quite specific critical projects, artists whose structures acted as support structures for other artists’ work, and collectives whose practice centred on creating spaces for mediation, discussion and debate. At the time I recognised that an overview of these practices, even in the simple form of a conversation with Dorothee, acted as a salve to the almost obsessive debate around the work of a few, well-known ‘star curators’ at that time. That is not to say that projects by a number of these figures aren’t critically interesting, but that the revered ‘few’ appeared to be too frequently asked to ‘represent’ freelance practice as a whole, and with it curatorial experimentalism.
At that meeting we decided to think again about how best to bring people together to discuss what we had begun to term ‘critical curating’. As much for financial reasons as for practical ones we decided to build and tour an archive of material about these curatorial experiments that so interested us, and use this as a backdrop for localised discussions about what the terms ‘critical’ and ‘experimental’ might mean in relation to making exhibitions. From the outset we were keen to stress that the archive was not a canon or a survey, but rather a representation of a loose network, which grew as we toured. Like a snowball, the archive has rolled around Europe since its launch in 2003, absorbing new examples of practice along the way. We tend to outsource curatorial control, inviting people to propose new participants as we travel, and thus, much like our initial conversation, we add to the scale and scope of the overview, while being careful to maintain the selection’s usefulness.
To date the archive has been displayed in Basel, Geneva, Bremen, Linz, Bristol, Lueneburg and Birmingham, this year it will tour Bristol, Birmingham, Sunderland and London. It will be in Berlin in September and Edinburgh in October, and there are plans for it to visit Italy, Scandinavia and Eastern Europe in the coming couple of years. The more the archive tours, the more popular the website has become, in particular the continually updated bibliography, which has to date been downloaded by several thousand visitors, no doubt hungry as we were, to find out where and by whom material is being published.
The artists versus curator power-debate appears misguided if it does not involve the question of audience: exhibitions do not occur in a vacuum, and art-production is not discrete from other forms of cultural production.
JF: What characteristics and/or differences have you come across or strikes you the most - in your research and archival practise - between freelance curators, artist-curators, new-media curators and curatorial collaborations?
BD: One of my findings in the process of the research and work on the archive is that practices that can be gathered under the term ‘curating’ are as diverse as those that can be broadly described as ‘art’. The fact that some of the people whose practice is documented in the archive would never describe themselves as curators, does not detract from the fact that their work, as artists, activists, or cultural producers at times finds its expression through the medium of exhibition or event, where curatorial issues come to the fore. With this in mind, the differences between the practices of those whose work might be comfortably gauged within the terms freelance, new-media, collaborative or artist-curator are marked. These differences challenge exactly these attempts at classification, with similarities in theme, form, agenda and strategy existing between practitioners in all these fields. On the other hand clear differences are visible between projects that might at first appear to originate from similar practices. The archive is an attempt to foreground precisely this multitude of subjective, all but unclassifiable approaches, without attempting to reduce them to generic characteristics.
JF: The theme, concept or framing exhibition text usually lies in the hands of the curator. What is your take on the power relation between artist and curator and the question of responsibility? Has it changed since you first began your research and archive? If so, what were the changes and why do you think they took place?
BD: To my mind the terms of exhibition not only ‘lie in the hands of’ the curator, they are his/her agency and as such denote particular responsibilities, both to the artists they work with and to their publics. It is impossible to discuss the power relation between artists and curators without considering what this responsibility denotes under particular social, cultural and economic circumstances. In this way the artists versus curator power-debate appears misguided if it does not involve the question of audience: exhibitions do not occur in a vacuum, and art-production is not discrete from other forms of cultural production.
Art-historically it has become common to step back thirty or forty years in the European context to an imagined paradigmatic relationship, where artists as object producers fulfilled a nominally ‘primary’ role, and curators, as selectors and displayers of these objects a secondary one. In this model ‘the public’ are imagined as a homogenous site of passive consumption, who are allowed into the picture once the first two stages of production are complete. This is a vertically arranged model, with each layer well sealed within particular prescriptive roles. In this system the artist is denied the power to work at the site of reception of their work, and is symbolically rewarded with autonomy from real-world concerns. Similarly the curator is expected to sustain a myth of curatorial objectivity, and to suppress the importance of their own function in favour of the fetishisation of the objects on display, and the guarantee of ‘quality’. What such a model makes apparent is that both artists and curators have historically traded privileges for power, negotiating working arrangements that for the most part sit within institutional, market and state requirements. The last fifteen years in Europe have seen massive deregulation in the field of the arts, a growth in ‘creative industries’ in general and a visible shift in the logic behind the state’s funding of the arts. Nevertheless, the vast majority of contemporary art exhibitions still mirror the power-relations described by this rigid model: they serve the orthodoxies of the institution, the market and the state.
Of course, this paradigm never existed in such a universal way as the model might suggest, and throughout the 20th century there were artists and curators bending or breaking out of these strict roles, seeing exhibition as an experimental, socially active site and doing so with the support and involvement of specific publics. Our archive with its focus on ‘experimental’ and ‘critical’ curating is intended as a mapping exercise of the successors of many of these avant-garde projects, so crucial to, but frequently marginalised in, 20th Century art history. Naturally, with the removal of the paradigmatic restraints, comes the need for a wholesale renegotiation of power-relations. When curators choose to openly author exhibitions they step into the domain traditionally awarded to the artist, and as such must exercise caution to avoid simply reconfiguring the old hierarchy with themselves at the top. The so-called ‘star-curators’ who fail to see the regressive nature of their own self-promotion should be criticised for their opportunism, which appears particularly misplaced when the contemporary artists they work with are exploring alternative and progressive attitudes to authorship. Likewise when the artist assumes the role of curator, they assume not only the right to be involved with the reception of their work, but also a correspondent responsibility to other artists involved and to their audiences. In our mind artists who curate are not automatically ‘critical and experimental’ purely by dint of their decision to cross from one discipline to another. In fact the above reference to over-enthusiastic authoring is relevant here too, as are critical issues about romanticising supposedly ‘intuitive’ approaches to curating, which might be seen as connoisseurship under another name. The final power-relation, which needs renegotiating, is that of the artist and curator to their audiences, as the removal of the paradigmatic restraints affects them too and the perpetuation of production for an imagined ‘general public’ is no longer satisfactory. Critical projects necessarily have to re-imagine their contract with specific, identifiable publics and consider also how the audience’s responsibility is defined within the chosen terms of display.
To conclude on power-relations and issues of responsibility, we believe that regardless who undertakes them curatorial processes are key in the construction of meaning for contemporary art, and we would observe that despite an art historical privileging of discrete objects, the point of the ‘reception’ of art (and here I refer again to Barthes) has always been as important a site of ‘production’ as the studio. This point of view and the archive we are building might be seen as an attempt to promote the curator over and above the artist, but this is not the case. It is an effort to focus on the question of the engineering of the social spaces we call exhibitions, an activity that is, as we have tried to explain above, the joint responsibility of artists, curators and their publics.
JF: How far do curators take concepts today (too far or not far enough)?
BD: The question relates a little to the observations above about avoiding generic statements about curating, so predictably I have at first to answer with another question: Which curators and which concepts are you talking about? To answer this question at all sensibly one has to look at specific examples and attempt a critical assessment of particular projects or practices, in particular contexts. One might take a recent exhibition at Studio Voltaire in London entitled ‘Tonight’, curated by Paul O’Neill as an example. For the show he invited a long list artists to exhibit work that reflected the experiences of a single night, setting up a particular premise through which the exhibition might be both produced and read. The concept and title ‘tonight’ introduced a restricted timeframe for production, a very specific time of day as subject matter and for the viewer a proposed window within which to frame the off-cuts of practice, the fringes of work. It was a really interesting exhibition, and to my mind by far the most satisfying contributions were from the artists who made fresh responses to the concept, explored the idea of a single night and conspired with the curator on his experiment. However, the exhibition was broad in scope and many artists contributed work that appeared unrelated to the concept, perhaps even defiantly refusing the frame proposed by O’Neill. This poses questions. Had the curator been more aggressive in his selection he might have achieved a more defined experience for the viewer by focusing on the works that dealt with his proposed concept: maybe he did not take the concept far enough? But on the other hand, one could question why some of the artists agreed to inclusion but refused to play ball: maybe the curator took the concept too far? What is illustrated by this example is the specifics of the functioning of concept in the relationship between curators and artists on the one hand, and exhibitions and audiences on the other. Clearly the question of the suitability of particular curatorial concepts has to be related to the artistic strategies they encompass or co-produce. Concept-exhibitions where existing works are chosen by a curator to illustrate a ‘theme’, take the risk of providing exhibition visitors with didactic experiences, which iron out the complexity and ambiguity of the contemporary art they claim to ‘show’, reducing the works within them to visual or experiential leit-motifs in a singular or didactic master-narrative. Inversely, some concept exhibitions, which stress openness, collaboration and communication in their production risk appearing to the public as the overly opaque or slight results of a potentially interesting, but poorly interpreted working process.
JF: Could you tell me about your new project – curating critique?
BD: We are currently co-editing a reader on the topic of critical and experimental approaches to curating entitled Curating Critique. The book will be a mix of new critical and theoretical texts, from various authors, with some interviews and project descriptions. Our aim is to address to what extent existing curatorial strategies are able to accommodate changes in contemporary art and ask what new forms of practice are emerging between and beyond traditionally defined ‘art world’ roles. As the title suggests, the publication raises critical questions about the current state of curating, about the increase in popularity of mega-exhibitions and the resultant emergence of ‘star-curators’, about the possibilities and impossibilities of independent or extra-institutional practice, about the questions surrounding the teaching of curating in art academies and the effects of de-professionalisation associated with the figure of the artist-curator. Equally its contents look at how exhibitions themselves can be seen as sites or tools for critique, questioning ideas such as autonomy, engagement and context in an era increasingly marked by trans-cultural curating, neo-liberal cultural policy, a growing critique of globalisation, and changing attitudes to concepts of ‘public space’. The Reader has been commissioned by Edinburgh College of Art, and will be published by Revolver Verlag in October 2005.
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Barnaby Drabble: In 1997, Dorothee Richter and I first met to discuss the idea of organising a symposium we were joined by our mutual interest in what we described then as ‘a multitude of new curatorial ideas and experiments’ which appeared to be growing in visibility in the field of contemporary art. The symposium, which we called Curating Degree Zero after Roland Barthes’ text Le Degré zéro de l'écriture, can be seen as part of a broader, concerted effort by curatorial practitioners in the late 1990’s to address two related concerns. Firstly to identify exhibition making as a cultural practice in its own right, and in doing so begin the job of creating a critical vocabulary around the way exhibitions are made. Secondly to pay attention to the important developments exemplified by the work of a growing number of freelance and artist-curators, whose practice seemed so at odds to the ritualised and formulaic exhibition strategies favoured by most institutional curators at that time.
We were by no means alone in our aims at this time, but we were, like others, responding to a real lack of critical discourse about curating and a corresponding dearth of published material. Ute Meta Bauer had, in some way laid down the tracks at the beginning of the decade with her symposium and ensuing publication: A New Spirit in Curating?, which she organised at the Künstlerhaus, Stuttgart in1992. In preparing our symposium we departed from a similar point of questioning, to that which Ute expressed at the Stuttgart meeting:
“As we know, art is a system, and reception, presentation and sale are part of this, not just the work alone. It is important to me to indicate the various factors that lead to our perceiving something as art.”
That part of a curator’s job might be to effect transparency around the meaning-making role of ‘exhibition’ itself appeared to us a key problematic for discussion at that time. It was one that was also being debated intelligently elsewhere: in Switzerland at the Shedhalle, Zürich and Sous-Sol, Geneva, who co-published Hors Sol. Reflexionen zur Ausstellungspraxis/ Reflexions sur la pratique de l'exposition in 1997, in London in the same year, with Anna Harding’s guest-editorship of Art and Design Magazine No 52, entitled Curating the Contemporary Art Museum and Beyond, and in Helsinki at the symposium Stopping the Process?, which was organised by NIFCA in 1998.
So, the publication of the book Curating Degree Zero in 1999 was an addition to an area of discourse which, within the period of a couple of years had rapidly gained in importance. In the ensuing 5 years we were to see an exponential rise in the number of conferences and publications devoted to curating, and in the proportion of those which dealt with freelance and so-called ‘independent’ curating.
Projects by a number of well-known ‘star curators’ aren’t critically interesting, but that the revered ‘few’ appeared to be too frequently asked to ‘represent’ freelance practice as a whole, and with it curatorial experimentalism.
In 2002, Dorothee and I came together again to co-curate an exhibition in Germany. We found ourselves once again in conversation about curated projects we had seen or heard about. Amongst the examples we found the most interesting were lesser known freelance curators working on quite specific critical projects, artists whose structures acted as support structures for other artists’ work, and collectives whose practice centred on creating spaces for mediation, discussion and debate. At the time I recognised that an overview of these practices, even in the simple form of a conversation with Dorothee, acted as a salve to the almost obsessive debate around the work of a few, well-known ‘star curators’ at that time. That is not to say that projects by a number of these figures aren’t critically interesting, but that the revered ‘few’ appeared to be too frequently asked to ‘represent’ freelance practice as a whole, and with it curatorial experimentalism.
At that meeting we decided to think again about how best to bring people together to discuss what we had begun to term ‘critical curating’. As much for financial reasons as for practical ones we decided to build and tour an archive of material about these curatorial experiments that so interested us, and use this as a backdrop for localised discussions about what the terms ‘critical’ and ‘experimental’ might mean in relation to making exhibitions. From the outset we were keen to stress that the archive was not a canon or a survey, but rather a representation of a loose network, which grew as we toured. Like a snowball, the archive has rolled around Europe since its launch in 2003, absorbing new examples of practice along the way. We tend to outsource curatorial control, inviting people to propose new participants as we travel, and thus, much like our initial conversation, we add to the scale and scope of the overview, while being careful to maintain the selection’s usefulness.
To date the archive has been displayed in Basel, Geneva, Bremen, Linz, Bristol, Lueneburg and Birmingham, this year it will tour Bristol, Birmingham, Sunderland and London. It will be in Berlin in September and Edinburgh in October, and there are plans for it to visit Italy, Scandinavia and Eastern Europe in the coming couple of years. The more the archive tours, the more popular the website has become, in particular the continually updated bibliography, which has to date been downloaded by several thousand visitors, no doubt hungry as we were, to find out where and by whom material is being published.
The artists versus curator power-debate appears misguided if it does not involve the question of audience: exhibitions do not occur in a vacuum, and art-production is not discrete from other forms of cultural production.
JF: What characteristics and/or differences have you come across or strikes you the most - in your research and archival practise - between freelance curators, artist-curators, new-media curators and curatorial collaborations?
BD: One of my findings in the process of the research and work on the archive is that practices that can be gathered under the term ‘curating’ are as diverse as those that can be broadly described as ‘art’. The fact that some of the people whose practice is documented in the archive would never describe themselves as curators, does not detract from the fact that their work, as artists, activists, or cultural producers at times finds its expression through the medium of exhibition or event, where curatorial issues come to the fore. With this in mind, the differences between the practices of those whose work might be comfortably gauged within the terms freelance, new-media, collaborative or artist-curator are marked. These differences challenge exactly these attempts at classification, with similarities in theme, form, agenda and strategy existing between practitioners in all these fields. On the other hand clear differences are visible between projects that might at first appear to originate from similar practices. The archive is an attempt to foreground precisely this multitude of subjective, all but unclassifiable approaches, without attempting to reduce them to generic characteristics.
JF: The theme, concept or framing exhibition text usually lies in the hands of the curator. What is your take on the power relation between artist and curator and the question of responsibility? Has it changed since you first began your research and archive? If so, what were the changes and why do you think they took place?
BD: To my mind the terms of exhibition not only ‘lie in the hands of’ the curator, they are his/her agency and as such denote particular responsibilities, both to the artists they work with and to their publics. It is impossible to discuss the power relation between artists and curators without considering what this responsibility denotes under particular social, cultural and economic circumstances. In this way the artists versus curator power-debate appears misguided if it does not involve the question of audience: exhibitions do not occur in a vacuum, and art-production is not discrete from other forms of cultural production.
Art-historically it has become common to step back thirty or forty years in the European context to an imagined paradigmatic relationship, where artists as object producers fulfilled a nominally ‘primary’ role, and curators, as selectors and displayers of these objects a secondary one. In this model ‘the public’ are imagined as a homogenous site of passive consumption, who are allowed into the picture once the first two stages of production are complete. This is a vertically arranged model, with each layer well sealed within particular prescriptive roles. In this system the artist is denied the power to work at the site of reception of their work, and is symbolically rewarded with autonomy from real-world concerns. Similarly the curator is expected to sustain a myth of curatorial objectivity, and to suppress the importance of their own function in favour of the fetishisation of the objects on display, and the guarantee of ‘quality’. What such a model makes apparent is that both artists and curators have historically traded privileges for power, negotiating working arrangements that for the most part sit within institutional, market and state requirements. The last fifteen years in Europe have seen massive deregulation in the field of the arts, a growth in ‘creative industries’ in general and a visible shift in the logic behind the state’s funding of the arts. Nevertheless, the vast majority of contemporary art exhibitions still mirror the power-relations described by this rigid model: they serve the orthodoxies of the institution, the market and the state.
Of course, this paradigm never existed in such a universal way as the model might suggest, and throughout the 20th century there were artists and curators bending or breaking out of these strict roles, seeing exhibition as an experimental, socially active site and doing so with the support and involvement of specific publics. Our archive with its focus on ‘experimental’ and ‘critical’ curating is intended as a mapping exercise of the successors of many of these avant-garde projects, so crucial to, but frequently marginalised in, 20th Century art history. Naturally, with the removal of the paradigmatic restraints, comes the need for a wholesale renegotiation of power-relations. When curators choose to openly author exhibitions they step into the domain traditionally awarded to the artist, and as such must exercise caution to avoid simply reconfiguring the old hierarchy with themselves at the top. The so-called ‘star-curators’ who fail to see the regressive nature of their own self-promotion should be criticised for their opportunism, which appears particularly misplaced when the contemporary artists they work with are exploring alternative and progressive attitudes to authorship. Likewise when the artist assumes the role of curator, they assume not only the right to be involved with the reception of their work, but also a correspondent responsibility to other artists involved and to their audiences. In our mind artists who curate are not automatically ‘critical and experimental’ purely by dint of their decision to cross from one discipline to another. In fact the above reference to over-enthusiastic authoring is relevant here too, as are critical issues about romanticising supposedly ‘intuitive’ approaches to curating, which might be seen as connoisseurship under another name. The final power-relation, which needs renegotiating, is that of the artist and curator to their audiences, as the removal of the paradigmatic restraints affects them too and the perpetuation of production for an imagined ‘general public’ is no longer satisfactory. Critical projects necessarily have to re-imagine their contract with specific, identifiable publics and consider also how the audience’s responsibility is defined within the chosen terms of display.
To conclude on power-relations and issues of responsibility, we believe that regardless who undertakes them curatorial processes are key in the construction of meaning for contemporary art, and we would observe that despite an art historical privileging of discrete objects, the point of the ‘reception’ of art (and here I refer again to Barthes) has always been as important a site of ‘production’ as the studio. This point of view and the archive we are building might be seen as an attempt to promote the curator over and above the artist, but this is not the case. It is an effort to focus on the question of the engineering of the social spaces we call exhibitions, an activity that is, as we have tried to explain above, the joint responsibility of artists, curators and their publics.
JF: How far do curators take concepts today (too far or not far enough)?
BD: The question relates a little to the observations above about avoiding generic statements about curating, so predictably I have at first to answer with another question: Which curators and which concepts are you talking about? To answer this question at all sensibly one has to look at specific examples and attempt a critical assessment of particular projects or practices, in particular contexts. One might take a recent exhibition at Studio Voltaire in London entitled ‘Tonight’, curated by Paul O’Neill as an example. For the show he invited a long list artists to exhibit work that reflected the experiences of a single night, setting up a particular premise through which the exhibition might be both produced and read. The concept and title ‘tonight’ introduced a restricted timeframe for production, a very specific time of day as subject matter and for the viewer a proposed window within which to frame the off-cuts of practice, the fringes of work. It was a really interesting exhibition, and to my mind by far the most satisfying contributions were from the artists who made fresh responses to the concept, explored the idea of a single night and conspired with the curator on his experiment. However, the exhibition was broad in scope and many artists contributed work that appeared unrelated to the concept, perhaps even defiantly refusing the frame proposed by O’Neill. This poses questions. Had the curator been more aggressive in his selection he might have achieved a more defined experience for the viewer by focusing on the works that dealt with his proposed concept: maybe he did not take the concept far enough? But on the other hand, one could question why some of the artists agreed to inclusion but refused to play ball: maybe the curator took the concept too far? What is illustrated by this example is the specifics of the functioning of concept in the relationship between curators and artists on the one hand, and exhibitions and audiences on the other. Clearly the question of the suitability of particular curatorial concepts has to be related to the artistic strategies they encompass or co-produce. Concept-exhibitions where existing works are chosen by a curator to illustrate a ‘theme’, take the risk of providing exhibition visitors with didactic experiences, which iron out the complexity and ambiguity of the contemporary art they claim to ‘show’, reducing the works within them to visual or experiential leit-motifs in a singular or didactic master-narrative. Inversely, some concept exhibitions, which stress openness, collaboration and communication in their production risk appearing to the public as the overly opaque or slight results of a potentially interesting, but poorly interpreted working process.
JF: Could you tell me about your new project – curating critique?
BD: We are currently co-editing a reader on the topic of critical and experimental approaches to curating entitled Curating Critique. The book will be a mix of new critical and theoretical texts, from various authors, with some interviews and project descriptions. Our aim is to address to what extent existing curatorial strategies are able to accommodate changes in contemporary art and ask what new forms of practice are emerging between and beyond traditionally defined ‘art world’ roles. As the title suggests, the publication raises critical questions about the current state of curating, about the increase in popularity of mega-exhibitions and the resultant emergence of ‘star-curators’, about the possibilities and impossibilities of independent or extra-institutional practice, about the questions surrounding the teaching of curating in art academies and the effects of de-professionalisation associated with the figure of the artist-curator. Equally its contents look at how exhibitions themselves can be seen as sites or tools for critique, questioning ideas such as autonomy, engagement and context in an era increasingly marked by trans-cultural curating, neo-liberal cultural policy, a growing critique of globalisation, and changing attitudes to concepts of ‘public space’. The Reader has been commissioned by Edinburgh College of Art, and will be published by Revolver Verlag in October 2005.
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The Dictatorship of the Curator, or Stakhanovism in Art [Boris Kremer]
Throughout the 1980s and 1990s, journalists and politicians persistently led the polls as the most poorly regarded professional categories. At the rate things are going, however, chances are this decade will choose bankers and curators as public culprits. And, some might add, rightfully so. When asked what their job is, most people – including bankers – will easily describe their professional capacity and field of activity. Even artistic practice, once considered a way of life rather than a job, is now largely accepted as a fullfledged professional undertaking, though the public at large might still have delusions about the purported importance of the art market and the financial revenues of your average practitioner. But when it comes to curating, we’d be hard pressed to reach an agreement as to what this terminology precisely refers to. Of course, it’s about making shows. But then again, there are as many ways to go about it, as there are curators. The prevailing line in the arts community is that this is actually positive, as it demonstrates the openness and nonconformism of its sector.
Interestingly enough, curators – in contradiction with corporatist mechanisms prevailing in other domains – are gladly letting everyone in. As a matter of fact, few diplomas and academic degrees apply to the strange discipline of curating. True, the past fifteen or so years have witnessed the emergence of so-called curatorial training programmes, but their respective criteria are more often than not miles apart. Moreover, as was spectacularly demonstrated by the 50th Venice Biennale, curators actively participate in inflating the number of their colleagues; when asked to devise a show, the curators’ first reaction was to nominate co-curators, who in turn solicited assistant curators, sub-curators and so forth. If you wanted to undermine the forging of a professional profile, this is certainly where you’d start.
Another remarkable evolution is the massive job switch from artist to curator (and back again), a corollary of the above-mentioned development. While in the 1990s, curators had to face criticism for believing they were the true artists, the situation has since dramatically changed. Artists now curate themselves, they curate other artists and curate curators. Understandably, when evaluating the job most curators were doing in setting up shows, many artists came to think they might as well do it themselves. And while they're at it, grab the cash; for they finally must have realised that all along, while budgets would hardly allow for artists’ fees, curators always had spending money to pay for the drinks. Still, this state of affairs has produced a grotesque result: going to exhibition openings, you are likely to meet more people who deem themselves curators than artists – let alone spectators.
Stakhanovism is the production model in art today, the powerhouse its infrastructural matrix.
Institutions worldwide are surfing this wave by organising curatorial symposiums on curating, hosting curatorial debates on curatorial concepts, and publishing curatorial handbooks written by and for curators and aspiring curators. Indeed, rather than sharpening the picture, a myriad of institution-run training programmes has set out to form a caste of well-bred, multi-tasking individuals whose congenital scouting spirit is tirelessly widening the scope of what’s to be seen by their pairs, and incidentally, the public. In other words, this cloning of young, ambitious profilers, along with a fast-growing institutional sector, has fuelled an artificial need for more art – and thus artists – to be discovered. This trend has spurred a near-productivist craze, which in turn has helped altering the standards and, by extent, the nature of art. Stakhanovism is the production model in art today, the powerhouse its infrastructural matrix. And so, clever oneliners become museum pieces, and lunchtime ponderings make for a group show, with trendsetting practices finally catching up with the pace set by fashion and lifestyle magazines. Accordingly, art criticism has turned into page-filling cackle for glossy brochures that provide a favourable environment for product placement. In popular culture this is chastely termed infotainment, with full vertical integration the aim of the process. The recent Frieze Art Fair is a case in point here, since it all too clearly demonstrates the widespread connivance of an inbred system.
Apart maybe from full standardisation – an ideological hurdle the art world has thus far not really dared tackle, preferring a mode of production similar to the fabrication of luxury goods – the mechanisms of packaging and marketing definitely seem to have taken hold in art. Art as an alternative to other visual and performative practices is then a savvy discursive exercise in wishful thinking. Rather, the recent surge in oversized video projections and Dolby surround may be seen as mocking the real thing. This tendency to play at par with other, purely profit-based forms of cultural output, has no doubt contributed in making the arts more attractive to corporate sponsorship, which is slowly taking over in Europe as well. As of today, corporate agendas are guiding the choices; the sponsor’s call is hard to resist in an increasingly busy environment. Curators are adapting to this state of affairs by becoming zealous administrators, or at best ambitious managers of a global business whose display cases and outlets are the biennales, fairs and group shows of this world.
Art criticism has turned into page-filling cackle for glossy brochures that provide a favourable environment for product placement.
The downside of this evolution is an increasing competitiveness, as we know from liberal theory, of which it is the pillar. For one, the arts community is subject to the same restrictions that apply to all other professional fields; in this respect at least, the full integration of ‘Art & Life’ proclaimed throughout the 1990s has become a reality. Today still a somewhat protected realm of activity, the arts circuit, under the impulse of hothouse curators, is fast adjusting to the new paradigms of consumption and market compatibility: no wonder blockbusters such as the Arsenale show encourage viewers to behave like window-shoppers or MTV viewers, at the risk of becoming unpopular with the public at large. But what will happen once this development has reached its peak? Will the future crowds of unemployed artists and curators sign in for professional re-education? Or will they storm the gates of the few remaining privately run academies, museums and art spaces? Now many may argue that this assessment is reactionary, elitist and truly uncool. They might be right, and art might really just be a commodity like any other. Fact is that unless the prevailing trend is reversed by some external impulse – or, for that matter, an internal regulatory mechanism yet to be defined – the role of artists and curators alike will be reduced to implement the sales targets of their future employers. Trainees better start taking courses in window dressing.
Boris Kremer is a freelance arts worker trained at Stichting De Appel, Amsterdam. He is currently in charge of the International Studio Programme at the Künstlerhaus Bethanien, Berlin (publisher, a.o., of “Men in Black. Handbook of Curatorial Practice”...).
a-desk.org
Interestingly enough, curators – in contradiction with corporatist mechanisms prevailing in other domains – are gladly letting everyone in. As a matter of fact, few diplomas and academic degrees apply to the strange discipline of curating. True, the past fifteen or so years have witnessed the emergence of so-called curatorial training programmes, but their respective criteria are more often than not miles apart. Moreover, as was spectacularly demonstrated by the 50th Venice Biennale, curators actively participate in inflating the number of their colleagues; when asked to devise a show, the curators’ first reaction was to nominate co-curators, who in turn solicited assistant curators, sub-curators and so forth. If you wanted to undermine the forging of a professional profile, this is certainly where you’d start.
Another remarkable evolution is the massive job switch from artist to curator (and back again), a corollary of the above-mentioned development. While in the 1990s, curators had to face criticism for believing they were the true artists, the situation has since dramatically changed. Artists now curate themselves, they curate other artists and curate curators. Understandably, when evaluating the job most curators were doing in setting up shows, many artists came to think they might as well do it themselves. And while they're at it, grab the cash; for they finally must have realised that all along, while budgets would hardly allow for artists’ fees, curators always had spending money to pay for the drinks. Still, this state of affairs has produced a grotesque result: going to exhibition openings, you are likely to meet more people who deem themselves curators than artists – let alone spectators.
Stakhanovism is the production model in art today, the powerhouse its infrastructural matrix.
Institutions worldwide are surfing this wave by organising curatorial symposiums on curating, hosting curatorial debates on curatorial concepts, and publishing curatorial handbooks written by and for curators and aspiring curators. Indeed, rather than sharpening the picture, a myriad of institution-run training programmes has set out to form a caste of well-bred, multi-tasking individuals whose congenital scouting spirit is tirelessly widening the scope of what’s to be seen by their pairs, and incidentally, the public. In other words, this cloning of young, ambitious profilers, along with a fast-growing institutional sector, has fuelled an artificial need for more art – and thus artists – to be discovered. This trend has spurred a near-productivist craze, which in turn has helped altering the standards and, by extent, the nature of art. Stakhanovism is the production model in art today, the powerhouse its infrastructural matrix. And so, clever oneliners become museum pieces, and lunchtime ponderings make for a group show, with trendsetting practices finally catching up with the pace set by fashion and lifestyle magazines. Accordingly, art criticism has turned into page-filling cackle for glossy brochures that provide a favourable environment for product placement. In popular culture this is chastely termed infotainment, with full vertical integration the aim of the process. The recent Frieze Art Fair is a case in point here, since it all too clearly demonstrates the widespread connivance of an inbred system.
Apart maybe from full standardisation – an ideological hurdle the art world has thus far not really dared tackle, preferring a mode of production similar to the fabrication of luxury goods – the mechanisms of packaging and marketing definitely seem to have taken hold in art. Art as an alternative to other visual and performative practices is then a savvy discursive exercise in wishful thinking. Rather, the recent surge in oversized video projections and Dolby surround may be seen as mocking the real thing. This tendency to play at par with other, purely profit-based forms of cultural output, has no doubt contributed in making the arts more attractive to corporate sponsorship, which is slowly taking over in Europe as well. As of today, corporate agendas are guiding the choices; the sponsor’s call is hard to resist in an increasingly busy environment. Curators are adapting to this state of affairs by becoming zealous administrators, or at best ambitious managers of a global business whose display cases and outlets are the biennales, fairs and group shows of this world.
Art criticism has turned into page-filling cackle for glossy brochures that provide a favourable environment for product placement.
The downside of this evolution is an increasing competitiveness, as we know from liberal theory, of which it is the pillar. For one, the arts community is subject to the same restrictions that apply to all other professional fields; in this respect at least, the full integration of ‘Art & Life’ proclaimed throughout the 1990s has become a reality. Today still a somewhat protected realm of activity, the arts circuit, under the impulse of hothouse curators, is fast adjusting to the new paradigms of consumption and market compatibility: no wonder blockbusters such as the Arsenale show encourage viewers to behave like window-shoppers or MTV viewers, at the risk of becoming unpopular with the public at large. But what will happen once this development has reached its peak? Will the future crowds of unemployed artists and curators sign in for professional re-education? Or will they storm the gates of the few remaining privately run academies, museums and art spaces? Now many may argue that this assessment is reactionary, elitist and truly uncool. They might be right, and art might really just be a commodity like any other. Fact is that unless the prevailing trend is reversed by some external impulse – or, for that matter, an internal regulatory mechanism yet to be defined – the role of artists and curators alike will be reduced to implement the sales targets of their future employers. Trainees better start taking courses in window dressing.
Boris Kremer is a freelance arts worker trained at Stichting De Appel, Amsterdam. He is currently in charge of the International Studio Programme at the Künstlerhaus Bethanien, Berlin (publisher, a.o., of “Men in Black. Handbook of Curatorial Practice”...).
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